Y continuaron los equívocos, de siglo en siglo. En Argentina, a fines del siglo XIX, se llamó Conquista del Desierto a las campañas militares que aniquilaron a los indios del sur, aunque en aquel entonces la Patagonia estaba menos desierta que ahora.
Hasta hace pocos años, el Registro Civil argentino no aceptaba nombres indígenas, por ser extranjeros. La antropóloga Catalina Buliubasich descubrió que el Registro Civil había resuelto documentar a los indios indocumentados de la puna de Salta, al norte del país. Los nombres aborígenes habían sido cambiados por nombres tan poco extranjeros como Chevroleta, Ford, Veintisiete, Ocho, Trece, y hasta había indígenas rebautizados con el nombre de Domingo Faustino Sarmiento, así completito, en memoria de un prócer que sentía más bien náusea por la población nativa.
Hoy por hoy, se considera a los indios un peso muerto para la economía de los países que en gran medida viven de sus brazos, y un lastre para la cultura de plástico que esos pa¡ses tienen por modelo. En Guatemala, uno de los pocos pa¡ses donde pudieron recuperarse de la cat strofe demogr fica, los indios sufren maltrato como la m s marginada de las minor¡as, aunque sean la mayor¡a de la poblaci¢n: los mestizos y los blancos, o los que dicen ser blancos, visten y viven, o quisieran vestir y vivir, al modo de Miami, por no parecer indios, mientras que miles de extranjeros acuden en peregrinaci¢n al mercado de Chichicastenango, uno de los baluartes de la belleza en el mundo, donde el arte ind¡gena ofrece sus tejidos de asombrosa imaginaci¢n creadora.
El coronel Carlos Castillo Armas, que en 1954 usurp¢ el poder, so_aba con convertir a Guatemala en Disneylandia. Para salvar a los indios de la ignorancia y el atraso, el coronel se propuso «despertarles el gusto est’tico» como explic¢ un folleto de propaganda oficial, «ense_ ndoles tejidos, bordados y otras labores». La muerte lo sorprendi¢ en plena tarea.
