En la actualidad existe suficiente evidencia sobre la relación entre la experiencia de un dolor psicológico traumático y la perpetración de violencia interpersonal. Ello haría pensar que todas las personas que sufrieron abusos severos en la niñez automáticamente provocarán daños similares a otras. Hoy, sin embargo, también se sabe que es el dolor oculto lo que más a menudo conduce a ocasionarlo.
Si bien mujeres y hombres encuentran obstáculos para rehabilitarse del trauma sufrido, a ellas puede resultarles más fácil obtener apoyo en espacios de mayor intimidad donde es permitido compartir esas vivencias. Para los hombres, la tarea se ve dificultada por tener que enfrentar rígidas normas de masculinidad que restringen su emocionalidad, inhiben su capacidad de expresión y reducen la gama de emociones que puedan experimentar con comodidad.
Desde muy pequeños, ellos aprenden que las emociones que les hacen vulnerables (temor, miedo, impotencia, dolor) son «poco masculinas» y que experimentarlas les lleva a sentirse y ser percibidos como «menos hombres». Es as¡ que cuando un ni_o es lastimado de manera traum tica, se encuentra ante un conflicto imposible: si el dolor y la vulnerabilidad le restan hombr¡a, +qu’ ha de hacer?
Habiendo interiorizado tales normas, el ni_o traumatizado pierde de vista que es simplemente un ser humano que responde a los da_os psicol¢gicos como toda persona es capaz de hacerlo. Su socializaci¢n de g’nero le impide ver la normalidad y simplicidad de su respuesta: lo humano de su dolor, su temor y vulnerabilidad.
Segon una investigaci¢n realizada en la Universidad de Massachusetts, hasta la tercera parte de los hombres que sufrieron abuso en la ni_ez reaccionaba a estas b sicas respuestas humanas ocultando su dolor, lo que les llevaba a ocasion rselo a otras personas.
Ese estudio, de 1.500 participantes, revel¢ tres hechos acerca de hombres traumatizados que cometen violencia en comparaci¢n con aqu’llos que no recurren a ‘sta: son m s r¡gidos en cuanto a las normas de masculinidad; restringen m s sus emociones y son significativamente menos emp ticos hacia otras personas.
A fin de cumplir con los mandatos asignados a su sexo, el hombre que fue traumatizado en la ni_ez debe acentuar la restricci¢n de sus vivencias emocionales y hacer m s r¡gida su adherencia a dichas normas. La recompensa es experimentar menos dolor. Sin embargo, ‘ste ser sentido por alguien: si no ‘l mismo, ser una persona cercana. Ese dolor oculto encontrar nuevas v¡ctimas mediante diversos mecanismos, de los cuales dos son m s f cilmente distinguibles. Uno es inhibir la empat¡a, reduciendo la sensibilidad hacia lo que les ocurre a los dem s. El otro es convertir r pidamente cualquier emoci¢n dolorosa (temor, verg_enza) en c¢lera, una de las muy pocas emociones permitidas a los hombres bajo las duras normas de masculinidad. C¢lera que, a menudo, es el preludio de acciones agresivas y violentas.
Sensibler¡as, dir n algunos. Quiz s sean justamente eso. Pero convendr¡a considerarlas en cualquier lugar donde la violencia se ha convertido en estilo de vida y donde, para erradicarla, se ensayan medidas que, por mal enfocadas, nunca van a lograrlo. En todo caso se trata, esencialmente, de recuperar la humanidad perdida a golpes y sojuzgamiento; de reconectarse con la capacidad de sentir y con un dolor que, al permanecer escondido, es el disparador de tantas agresiones.
Si Guatemala puede tomarse como ejemplo, es f cil ver que aqu¡ hay demasiados ni_os heridos cuyo dolor, parad¢jicamente, sigue oculto pero en permanente manifestaci¢n. Ni_os grandes que ocasionan da_o tras da_o, sea en las calles o entre esas cuatro paredes que conocemos como «hogar».
Laura Asturias