La dificultad para respirar en personas mayores es una consulta médica frecuente que obliga a discernir si el origen del problema está en el corazón, en los pulmones o en ambos. Aunque el envejecimiento afecta a todos los órganos, el corazón y los pulmones lo hacen de formas diferentes, con implicaciones clínicas que es importante conocer.
En el caso del corazón, con los años se va perdiendo capacidad de relajación entre latidos —un fenómeno conocido como disfunción diastólica— y las arterias se vuelven más rígidas. Esta combinación no significa necesariamente que exista una enfermedad cardíaca como tal, pero reduce la reserva funcional del sistema. Es decir, cuesta más aumentar el volumen de sangre bombeada durante el ejercicio y se eleva más fácilmente la presión arterial sistólica (la “alta”). Cuando esta situación se suma a factores de riesgo como hipertensión, diabetes, colesterol elevado o tabaquismo, el riesgo de padecer enfermedades cardiovasculares se incrementa notablemente.
El pulmón, por su parte, envejece de otra manera. Su tejido pierde retroceso elástico, similar a un globo que ha sido inflado repetidamente y que ya no puede expulsar el aire con la misma eficiencia. Esto significa que, aunque el aire entra sin dificultad, tiende a quedar parcialmente atrapado al final de la exhalación. A ello se suma un cierre precoz de los bronquios más finos y una reducción progresiva en la eficacia del intercambio de gases, con una ligera disminución de oxígeno en sangre, especialmente al realizar esfuerzos. A este patrón se le denomina pulmón senil, un término descriptivo que no implica enfermedad pulmonar como tal.
¿Cuál de los dos órganos “envejece” antes? La respuesta no es uniforme. El pulmón alcanza su pico funcional entre los 20 y 25 años y, desde entonces, inicia una declinación muy lenta. El corazón, por su parte, mantiene un buen rendimiento general, aunque la rigidez de las arterias y la pérdida de relajación ventricular pueden comenzar a manifestarse desde los 30 o 40 años. Sin embargo, el envejecimiento no depende solo de la edad cronológica, sino también del estilo de vida y del entorno.
El pulmón es especialmente sensible a lo que respiramos: humo del tabaco, contaminación ambiental, polvo de origen laboral o infecciones respiratorias repetidas. El corazón, en cambio, sufre más con factores metabólicos y hemodinámicos como la hipertensión arterial, el exceso de glucosa o los niveles altos de colesterol.
En la vida cotidiana, los efectos del envejecimiento de estos órganos se traducen en síntomas que pueden confundirse. En el caso del pulmón, predominan la falta de aire al subir cuestas o al realizar esfuerzos intensos, y una tos menos eficaz. Cuando el corazón está implicado, se manifiesta como un cansancio más rápido, sensación de ahogo progresivo y una respuesta hipertensiva exagerada al ejercicio.
La buena noticia es que, en ambos casos, existen estrategias eficaces para frenar el deterioro funcional y mantener una buena calidad de vida. En lo que respecta al corazón, las recomendaciones incluyen controlar adecuadamente la presión arterial, los niveles de glucosa y lípidos, adoptar una dieta mediterránea, realizar ejercicio físico a diario y evitar el tabaco. Para los pulmones, es clave mantener una actividad física regular —incluidos ejercicios de fuerza suaves—, estar al día con las vacunas (como la de la gripe, neumonía y COVID-19), evitar ambientes con humo y ventilar adecuadamente los espacios cerrados.
En resumen, mientras que el corazón tiende a hacerse más rígido y el pulmón más laxo con la edad, ambos procesos pueden ralentizarse significativamente con un estilo de vida saludable y una atención médica preventiva adecuada. La clave está en conocer los cambios, anticiparse a sus efectos y actuar con conciencia desde etapas tempranas de la vida adulta.
Artículo redactado con asistencia de IA (Ref. APA: OpenAI. (2025). ChatGPT (versión 1106 noviembre). OpenAI)
