Como hemos venido repitiendo en esta página hasta la saciedad el sistema industrialista es absolutamente incompatible con una sociedad y una economía basadas en la búsqueda del equilibrio con el medio ambiente. A pesar de ello (o quizá, precisamente, por ello) existe una búsqueda constante de lo natural por parte de los consumidores, aunque en la mayoría de los casos se considere tan sólo un horizonte tan deseado como inalcanzable.
Esa fijación utópica de la sociedad, unidas al desahogo en críticas de la ciudadanía ha provocado que las industrias contaminantes y los productores de alimentos desnaturalizados apliquen el bajo lema de «si no puedes con tu enemigo, únete a él». Y no se trata de que hallan cambiado sus estrategias de producción y de comercio, sino que participan de la utopía social introduciéndola en su propaganda comercial.
Así, por ejemplo, nos encontramos como afamadas marcas de lácteos anuncian productos supuestamente sanísimos «porque no contienen ni conservantes» y además tan cómodos que no precisan frío para su mantenimiento. La única explicación posible es que esos alimentos (por utilizar el término jurídico que define a estos sucedáneos de nutrientes naturales) han sido desnaturalizados por el procedimiento, no sé si más peligroso, pero sí al menos más odioso para los amantes de lo natural: la radioactividad.
En efecto, los lácteos que no precisan frigorífico se han sometido a radiaciones de baja intensidad para eliminar así los agentes patógenos naturales que provocan su degradación al contacto con la temperatura ambiente, pero claro esa información completa no debe aparecer a la vista de una ciudadanía «atontada» con lo natural y que reniega de la energía nuclear. +cómo venderían si no estos lácteos? Acaso, diciendo a los progenitores: «alimenta a tu hijo con postres tratados con radioactividad».
Esta sería al menos, una información veraz pero inconveniente. Otra posibilidad hubiera sido limitarse a anunciar un postre a base de lácteos, que no precisa frigorífico para su conservación, y punto. Pero lejos de callarse (y tendrían mucho que callarse) las industrias que comercializan estos alimentos basura, los presentan en su publicidad como de calidad, naturales (porque no utilizan conservantes de esos que tanto desagrada al consumidor de productos naturales, como si la radioactividad no fuera un conservante lo suficientemente repugnante) y todo, por cierto, es perfectamente legal. La ética es otra cosa.
El colmo parecen haberlo alcanzado las petroleras cuando anuncian en prensa o televisión sus emisiones de acciones, sus productos derivados o simplemente su imagen corporativo en sus folletos de promoción. Todas sin excepción presentan cielos azules, muchas de ellas, selvas o bosques, niños sonrientes correteando por praderas o coches surcando bucólicamente carreteras de montaña; alguna incluso representa a deportistas semidesnudos exhibiendo buerpos rebosantes de salud.
El caso de los lácteos sometidos a radiación se puede entender por la ignorancia de la inmensa mayoría de los ciudadanos; pero el de las petroquímicas no tiene ni excusa ni perdón: todo el mundo sabe que son industrias altamente contaminantes por la propia naturaleza de su actividad; y en el mejor de los casos, si algún Gobierno lo consigue puede obligarles a reducir su tasa de polución y de residuos, pero es, hoy por hoy, imposible reconvertirlas en limpias. Sin embargo la magia del arte propagandístico consigue que esa imagen se difumine tanto como desearíamos que ocurriera con las emisiones contaminantes que producen todas ellas.
Estas industrias son el primer foco productor de CO2, de lluvia ácida y de otras emisiones atmosféricas constantes (no accidentales) que provocan el efecto invernadero, el consiguiente recalentamiento del planeta y presumiblemente el cambio climático, causante de lluvias torrenciales combinadas con períodos de sequía. Nada de esto afecto a sus cotizaciones en Bolsa, cada vez más altas, ni les hace perder inversores, sino todo lo contrario, porque en cada nueva emisión cuentan con más apoyo popular de pequeños accionistas que dirigen hacia ellas sus ahorros.
Y es que en el fondo, a nadie le gusta ser tratado de guarro, aunque entre todos seamos los causantes de todas esas guarrerías que rodean nuestra tierra, nuestro aire y hasta nuestro propio cuerpo. +Es hipocresía o es contradicción?
Se puede dar el caso de que unos padres jóvenes y progresistas salgan de casa con sus chavales a las doce de la mañana de un domingo para participar en una de esas manifestaciones ecológico festivas que acaban en un parque. Es muy probable que griten consignas como «Nucleares no. Gracias», y que al acabar la demostración popular saquen de su mochila embutidos de pavo supuestamente naturales y sanísimos (por ser bajos en grasa, pero con igual contenido de infinidad de E-300 y pico) y de postre unos yogures radiados, que no han precisado frío durante el soleado recorrido durante el que se han bebido unas «cacas locas» fresquitas, a pesar los escándalos en Bélgica y Portugal.
Los progresistas papás de esta historia quizá se puedan permitir esos lujos de domingo, gracias a que destinan sus ahorrillos a una emisión de acciones de alguna petrolera patrocinadora del parte meteorológico que anuncia más sequía por España y lluvias torrenciales en el Tercer Mundo, provocadas por el cambio climático. Aunque claro, la solidaria pareja dedicara parte de sus dividendos a enviar un donativo a los damnificados por el último efecto devastador de «El Niño». Y sus niños aprenderán la lección.
Y es que en el sistema industrialista no existen otras «buenas acciones», que las que resultan más rentables que dejar el dinero a plazo fijo o en fondos de inversión (y a saber dónde invertirá nuestro dinero el banco). Los contaminantes, los envenenadores, los desnaturalizadores, muy profesionales todos ellos, se preocupan para que no nos surja una estado de conciencia o un problema de conciencia, y preservan nuestra alma de esos extremos vendiéndonos sus abyectos productos respetando nuestra sensibilidad, envolviéndolos en una propaganda comercial basada en la misma utopía con la que soñamos.
Tonto el que lo crea. Feliz el que viva consumiéndolo aún a sabiendas y no le importo. Desgraciado aquel que conociendo con certeza todo lo expresado hasta aquí descubre que no vivimos en el mejor de los mundos y que, en tanto, participemos con el actual sistema estamos provocando el sufrimiento, cuando no la muerte a cientos de miles de inocentes congéneres nuestros.
Decididamente si sabemos de qué va, no queda otra opción, como mínimo, que exclamar ¥vaya guarrería de publicidad!
