Raramente el análisis de las elecciones al Parlamento Europeo mira más allá de los espacios políticos nacionales. Posiblemente sea porque la construcción de Europa es ajena a los partidos y a la democracia sufragista (es cosa de gobiernos) o posiblemente porque el ciudadano comunitario no acaba de percibir qué importancia pueda tener en su vida una institución como la "Eurocámara" que, pese a las reformas y a lo que se diga en los discursos de campaña, no acaba de desprenderse de su carácter fundamentalmente simbólico. Si se añade que tampoco existen verdaderos partidos políticos de ámbito comunitario o federaciones de partidos con una vocación supranacional clara como para invertir la tendencia a votar con criterios de política interior, se comprenden el valor político menor que se otorga a esta consulta y que el análisis en términos europeos que suele hacerse de la distribución de fuerzas en una asamblea básicamente consultiva no vaya más allá de una cuestión meramente estadística.
Según esto, es normal e, incluso, lógico que la interpretación de los resultados de éstas o cualquiera de las otras cuatro anteriores elecciones al Parlamento Europeo sea o haya sido en clave exclusivamente nacional. Si la convocatoria para elegir a nuestros representantes europeos se hace con independencia de cualquier otro plebiscito, como ha sido en esta ocasión en la mayoría de los Quince, o junto a convocatorias de carácter local o regional, caso de España, se toma como un test de la próxima consulta que habrá de elegir el Parlamento de la Nación. Si se convoca junto a esa última, sus resultados no dejan de considerarse una mera anécdota.
En no pocas ocasiones el test de las elecciones al Parlamento Europeo ha resultado ser un test muy ilustrativo del siempre dinámico panorama político de los Estados miembros. Sin embargo, tomados en su conjunto, da la impresión de que, en esta ocasión, los resultados de las europeas no se ajustan fielmente a la verdadera correlación de fuerzas existente ni en los Estados ni en el conjunto de la Unión. Contrariamente a lo que indica la distribución de escaños del Parlamento de Estrasburgo con la clara victoria del PPE sobre el Partido Socialista Europeo (PSE) (245 escaños de los populares por 180 de los socialistas), no puede afirmarse que se haya dado un desplazamiento apreciable hacia la derecha en la balanza política europea.
Pero entonces, +cómo se explicaría esa victoria del PPE, la primera desde que 1979 comenzó a elegirse por sufragio universal directo a los miembros del Parlamento Europeo? Y lo que es más importante desde el punto de vista del proyecto europeo +realmente puede derivarse algún tipo de consecuencia de una "cohabitación" entre un Consejo Europeo donde, al día de hoy, tienen mayor peso los líderes socialdemócratas (al menos en las formas que no en los modos) y una asamblea ampliamente dominada por partidos de signo conservador?
Todos las opiniones se inclinan a pensar que, más que a cambio de tendencia política, el vuelco en la composición del Parlamento Europeo con la victoria del PPE y el ascenso de los liberales tiene su explicación en el claro voto de castigo que han sufrido la mayoría de los gobiernos en ejercicio, y muy en especial los de Schröder y Blair. Aunque la derrota de los socialistas ha sido generalizada (España, Suecia, Finlandia, Grecia, Luxemburgo, Irlanda y Bélgica) los datos de Alemania y Gran Bretaña bastarían para explicar por sí solos la pérdida de escaños del PSE. De hecho, los resultados en estos dos países han sido los que han hecho posible que el PPE sea la primera fuerza en la "Eurocámara".
En Alemania, el SPD ha pasado de 40 a tan sólo 33 eurodiputados, mientras, por el contrario, los conservadores británicos han obtenido 37 escaños cuando en 1995 no obtuvieron más que 17. Son varias las hipótesis que pueden explicar el descalabro socialdemócrata en Alemania y Gran Bretaña. Cabe la posibilidad de que sus respectivos electorados hayan penalizado a Schröder y Blair por el proyecto suscrito entre ellos para desarrollar la fórmula de liberalismo moderado conocida como "tercera vía" y por sus realizaciones prácticas, como también es posible que los hayan penalizado por su mala gestión o que la militancia más radical de sus partidos no haya acabado de asimilar su participación en la guerra contra Yugoslavia. También cabe la posibilidad de que tanto en Alemania como en Gran Bretaña estemos ante uno de esos tradicionales brotes de antifederalismo europeo que se originan en los Estados ricos de la Unión, que en el primero se manifestaría como una reacción a la Europa de la cohesión (Alemania es el mayor proveedor de Fondos Estructurales y de Cohesión) y en el otro como reacción (ya habitual) a la Europa del Euro y de la integración política. En ese caso es lógico que los partidos de signo más europeísta se vean perjudicados.
Por otra parte, no sería oportuno desconocer un factor como es el de los niveles de abstención registrados y en el que el análisis curiosamente no suele detenerse. Su consideración podría llevar a interpretar de manera distinta los resultados de estas elecciones europeas e, incluso, serviría para desmentir como argumento explicativo de tales resultados un hipotético descontento general con las opciones políticas que ocupan gobierno, si no fuese por el hecho de que la abstención en las europeas siempre ha sido de casi un 50 por ciento. La bajísima participación en éste como en las otros comicios (a excepción de Luxemburgo) puede ser resultado de la combinación de dos sentimientos contradictorios que experimenta parte de la ciudadanía europea, principalmente en los Estados ricos del norte, como son la indiferencia y el recelo que despierta Bruselas. El primero estaría más en consonancia con una abstención real, mientras el segundo es normal que se alinee a favor de opciones antieuropeístas o de un europeísmo moderado. Pero la baja participación también puede tener su origen en el hecho, muchas veces verificado, de la poca movilización y el consiguiente abstencionismo de las fuerzas calificables de izquierda, precisamente las más comprometidas con un proyecto federal de Europa. Ambos hechos explicarían, a la vez, el ridículo 23 por ciento de voto en Gran Bretaña (en este sentido ha sido tan decisivo la incorporación del sistema electoral proporcional) o la más baja participación electoral en 20 años en Alemania (45,2 por ciento) y el triunfo de las opciones conservadoras tanto en éstos como en otros países donde, como no es el caso de España, no ha existido un aliciente electoral extra que anime a acercarse a las urnas.
Ya sea a consecuencia de un ánimo de censura al gobierno en ejercicio de los Estados miembros o por motivos estrictamente relacionados con Europa, lo cierto es que desde este momento existe una clara disonancia entre las fuerzas que se sientan en los parlamentos nacionales y aquéllas que lo harán en breve en el Parlamento Europeo. La mayor parte de las asambleas y gobiernos de los Estados miembros, y lo que es más importante, los de aquéllos de más peso, son de signo socialdemócrata. Eso significa que en su labor colegisladora un Parlamento Europeo conservador va a tener que entenderse con un Consejo de corte más progresista. Lamentablemente son aún muy pocas y de importancia relativamente menor las materias sujetas a codecisión (es decir, colegislables) por lo que importancia institucional del Parlamento Europeo es aún mínima. Sin embargo, desde la pasada moción de censura a la Comisión el Parlamento se ha convertido en un auténtico contrapoder del ejecutivo europeo, cuyo futuro presidente, el italiano Romano Prodi, podría ser calificado de socialdemócrata.
Si, como parece, el Parlamento Europeo está llamado a incrementar sus funciones, una mayoría conservadora es en cierto modo, un contrasentido, ya que es más que posible que la institución más típicamente federal se incline a apostar, a través del enfrentamiento con la Comisión, por un modelo de integración basado en el mercado que se opone a una mayor cesión de competencias a los órganos comunitarios. De ahí que, por estéril que pueda parecer, el voto europeo cada vez tendrá un mayor valor a la hora de identificar el tipo de Europa que los pueblos quieren o con la que están dispuestos a comprometerse.