Estos días, desde la más rigurosa actualidad, he podido escuchar una conversación en la que una mujer intentaba explicar a otra la diferencia entre el gobierno y el partido que lo ejerce. Le decía que una cosa era trabajar para el ayuntamiento y otra muy distinta trabajar para el partido que, hoy por hoy, lo gobierna. La otra, de la que no me consta ningún tipo de mala fe, le contestaba : «Oh, pero si C (un partido) ha ganado las elecciones, entonces el ayuntamiento ‘es de C’ ; no la veo esta diferencia que tú ves entre una cosa y otra». El problema es que esa confusión entre haber ganado las elecciones y «ser el ayuntamiento», es decir, entre partido e institución, es demasiado común. Se ha vuelto tan «estándar» que mucha gente, a pesar de quejarse de ello en privado, casi creen que son lo mismo. Creo que éste es un buen momento para realizar el esfuerzo mental que sea necesario para desvincular la militancia política (partido) de la condición de concejales (ayuntamiento). Los concejales, todos los concejales, no s¢lo los del partido que gobierna, son «ayuntamiento» y representan a los electores que les han votado, no a los partidos que los han presentado. Buena prueba de ello es que si se dan de baja de este partido, no dejan de ser concejales, ni siquiera si se integran en otro, con independencia de los rasgados de vestiduras del partido abandonado, y de la mala prensa que tienen los llamados tr nsfugas (con todo el cinismo del mundo, porque, cuando les conviene, todos pactan con estos «malditos» a cambio de la alcald¡a que ten¡a otro).
En verdad, desde el mismo d¡a de su elecci¢n, el alcalde adem s de «ser» el alcalde de todos debiera «sentirse» alcalde de todos, no para mandarles, sino para servirles velando por sus derechos e intereses, obviando si votan a su partido o no. Ganar las elecciones da el poder, no la propiedad de la instituci¢n, ni tampoco la raz¢n. Hay quien dice que esa confusi¢n de t’rminos est agazapada tras el placer que algunos gobiernos municipales sienten en pasar por alto sistem ticamente las leyes y reglamentos que les obligan, haciendo de ello un s¡mbolo de su poder, que ellos prefieren ejercer de forma continuada con un cierto despotismo ; un talante m s propio del caciquismo del siglo XIX y del primer tercio del actual, que de una sociedad democr tica. Siempre tensan la cuerda, muchas veces con nada demasiado grave ; como no convocar los plenos en el plazo que marca la ley (ejemplo : si la ley dice «un m¡nimo de CUARENTA Y OCHO horas antes, no entregar las convocatorias hasta la ma_ana del d¡a anterior, es decir TREINTA Y SEIS horas antes), o no exponer poblicamente, en la fecha en que debe hacerse, la lista de los locales utilizables para actos electorales, o negarles una fotocopia del documento a los de otra candidatura, para demostrar «qui’n manda», o, m s grave, cuando trafican con los empleos del rea municipal y las adhesiones pol¡ticas o personales, etc.. Tambi’n hay quien dice que todo eso forma parte de un plan, que les ense_an en las reuniones del partido que se celebran ad hoc para instruir a los futuros ediles, que tiene como prop¢sito desviar la atenci¢n de los de la oposici¢n de los temas m s candentes hacia estas «nimiedades», y hacerles aparecer, cuando protesten, como «un hatajo de tiquis-miquis cargados de pu_etas».
Esto es corrupci¢n. S’ que a mucha gente, de forma err¢nea, s¢lo le parece corrupci¢n cuando hay dinero de por medio. A mi, ‘sta, me preocupa aun m s que la del otro tipo, porque es una corrupci¢n del sistema democr tico sobre el que se sustentan todas las libertades ciudadanas, aparte del hecho de que, como lo que retrata es un talante tramposo, prepotente y corrupto, la del otro tipo, el que es m s aparatoso y obvio para el comon de los mortales, se siente perfectamente c¢moda y se instala tambi’n a sus anchas.
Insisto en lo que dec¡a hace un par de semanas sobre las llamadas an¢nimas, sus autores y mi incapacidad para encontrarle la ‘tica por parte alguna. A eso otro, l¢gicamente, tampoco se la s’ encontrar, a no ser, como ya dije entonces, en el significado que tiene en la segunda entrada del diccionario.
Jordi Portell