Las multitudinarias movilizaciones de protesta que agricultores y ganaderos protagonizan estas últimas semanas, y que con toda probabilidad van a continuar algún tiempo más hasta que las aguas vuelvan a su cauce, han vuelto a poner de manifiesto que lo que realmente se espera de Bruselas es, más que un nuevo pasaporte, que nos proporcione cierto grado de bienestar, entiéndase monetario, o que, cuanto menos, nos asegure el estándar de vida que ya tenemos. Y no parece ser precisamente este el caso de nuestros hombres de campo, que ven peligrar su futuro, el de sus economías, incluso el de sus empleos, en la negociación de la tan llevada y traída Agenda 2000.
Detrás de ese alboroto vindicativo de agricultores y ganaderos está la realidad social ciertamente preocupante de muchos miles de familias. Realidad que ni puede ocultarse, ni mucho menos perderse de vista, de ahí la trascendencia del acuerdo acerca del presupuesto agrario para los próximos seis años (trascendencia humana, más que dineraria, aveces inaprehensible para la gente ajena al medio rural). La incertidumbre a que se enfrentan estos hombres y mujeres no debe impedirnos, sin embargo y por duro que resulte, reflexionar con toda franqueza y objetividad sobre los problemas de fondo a que se ha de enfrentar el campo europeo.
La Política Agraria Común, la política más genuinamente federal de la Unión europea, se ideó para garantizar la autosuficiencia alimentaria de los Estados miembros y evitar su excesiva dependencia de los mercados internacionales. Aquellos objetivos iniciales se han alcanzado y la Comunidad es hoy el segundo productor mundial, al precio de haber configurado a través del principio de preferencia de sus productos una agricultura y una ganadería altamente proteccionistas. Precisamente la "excesiva eficacia" de ese hiperproteccionismo para abastecer los mercados agroalimentarios europeos durante las primeras décadas de funcionamiento de la PAC desembocó en los agudos problemas estructurales de excedencia y falta de competitividad que arrastra el agro europeo y que informan las principales líneas de reforma que pretende llevarse a cabo en todo el sector.
Efectivamente, y dejando a un lado los no menos importantes problemas medioambientales que atañen al medio rural, la realidad es que el sector agropecuario europeo es demasiado excedentario en muchos de sus productos, pese a ser Europa el primer importador del mundo. El sistema de cuotas de la PAC y el mercadeo político con que los Estados negocian éstas no hace sino agravar la situación. Los excedentes de producción originan una oferta interna excesiva que no encuentra mercado fuera de la Comunidad por lo elevado de sus precios, lo que a fin de cuentas viene a significar que hay una sobreexplotación del campo europeo (existen casi ocho millones de explotaciones en la Comunidad) una excesiva población dedicada a la agricultura (un 6% frente al 2,7% en los Estados Unidos). Mantener el alto coste de estos excedentes significa encarecer la PAC, cuyo presupuesto pagamos indirectamente todos los ciudadanos de la Unión, por lo que es lógico pensar en una disminución de la producción y la extensión agraria mediante la eliminación de algunas de sus 140 millones de hectáreas de cultivo y con esto el trasvase de mano de obra agraria a otros sectores productivos. Se trata de una cuestión de racionalidad económica que entronca directamente con otro el otro gran problema del sector agropecuario europeo, el de su competitividad.
La realidad es que el campo europeo es en general muy poco competitivo, por no decir, en muchos casos, nada competitivo. La PAC establece para la agricultura y la ganadería de los Estados miembros unos precios pseudopolíticos (precios mínimos de intervención) con los que trata de garantizar la renta de agricultores y ganaderos y proteger la producción comunitaria de la ofertada por terceros países. El resultado es que los precios de muchos de los productos agropecuarios de la Comunidad están por encima de su cotización en el mercado mundial, donde es imposible que aquellos compitan frente a productos más baratos, principalmente con los provenientes de países del tercer mundo. Ello obliga, por un lado, a subvencionar los productos europeos (principalmente los excedentarios) para posibilitar a los empresarios su exportación y, por otro, a mantener unos tipos arancelarios muy altos (exaccciones) para protegerlos de las importaciones al alinear los precios de los productos foráneos con los comunitarios. Este sistema de inflación de precios repercute directamente sobre el consumidor final que adquiere los productos agropecuarios en el mercado europeo pagándolos más caros que su cotización en los mercados mundiales, lo cual, aparte de restringir la oferta y las posibilidades de elección, no parece acorde con una la idea de economía global.
Pues bien, este esquema de precios, subvenciones, ayudas directas al agricultor, etc. sobre el que se asienta la PAC no parece que pueda ser ya defendible por varias razones. En primer lugar, los planteamientos que se hacen para la reforma de la PAC giran en torno a un problema de difícil consenso, el de su financiación, dentro del problema mayor que supone la financiación de todo el presupuesto de la Unión europea. El coste de los instrumentos de intervención de la PAC, financiados por la sección garantía del FEOGA, compromete un montante económico que, pese a las reformas acometidas en 1992, supone aún casi un 50% del presupuesto comunitario. Parece, por lo tanto, lógica la entente de la Europa rica para tratar de reducir el presupuesto verde y con ello sus propias aportaciones. En concreto, no debe sorprendernos en absoluto la posición reduccionista y la propuesta de cofinanciación del gasto agrario de la República Federal Alemana, que soporta en torno a un tercio de todo el presupuesto común y es aportadora neta de casi un billón de pesetas. Luego está la percepción popular y ciertas sensibilidades políticas que no asimilan que la mitad de un presupuesto millonario se dedique a ayudar a un sector que por su peso en el PIB comunitario y por el trabajo que ocupa es minoritario. La más que previsible adhesión de los países de la Europa central y oriental, cuyas agriculturas (60 millones de hectáreas) /son estructuralmente muy deficitarias y muy excedentarias de mano de obra, creará, igualmente más tensiones si cabe en todo el sistema financiero comunitario y muy concretamente en el sector agropecuario.
Por otro lado, la desaparición del modelo de PAC actual es preceptiva porque su continuidad es contraria a las reglas que establece la Organización Mundial del Comercio para la liberalización del comercio internacional. Aunque la Ronda Uruguay y la propia OMC permiten a la Unión europea seguir prestando transitoriamente cierto tipo de ayudas económicas a los productores sin impugnarlas, lo cierto es que éstas, aparte de tener que ir siendo minoradas progresivamente, ya han sido objeto de tensiones. El actual conflicto que la Comunidad mantiene con los Estados Unidos por el tema del banano es, quizás, el caso más conocido. En los próximos años los aranceles que gravan los productos agropecuarios y las ayudas (no permitidas por distorsionar el libre comercio) han de ir reduciéndose, por lo que la PAC y su principio de preferencia comunitario como instrumentos de protección no tendrán sentido, en el instante que esos mecanismos, no se sabe cuando, desaparezcan casi definitivamente. Los productos europeos van a tener, irremediablemente, que competir en el mercado mundial, lo que obligará a muchas empresas del sector (ya sin la protección de Bruselas) a reconvertirse para ser competitivas sino quieren malvivir o desaparecer. Este será el caso de aquéllas que se dedican a explotaciones con muy poco mercado, como algunos cereales.
El futuro que espera a nuestros agricultores y ganaderos es ciertamente descorazonador si siguen poniendo sus ojos en las ayudas de Bruselas. No se sabe aún cuántos años continuará el sistema de ayudas, pero es previsible que el caudal de dinero que llegue al campo a través de ellas se vaya recortando de manera notable. Los responsables de las organizaciones agrarias (aparte de presionar, de manera legítima, al gobierno para que obtenga los mejores resultados en las negociaciones de reparto de cuotas) tienen que anticiparse a los recortes y deben animar y ayudar a sus representados a comenzar a caminar por si solos en el libre mercado, tal y como hacen la mayoría de los profesionales en sus trabajos. Lo contrario sería engañarlos. Cuanto antes comprendan los empresarios agricultores y ganaderos que el campo, además de un modo de vida y una cultura, es un negocio (con todas sus peculiaridades, pero al fin y al cabo un negocio), menos traumática les resultará la reconversión de sus explotaciones. Esperar seguir viviendo indefinidamente de las ayudas europeas es pan para hoy y hambre para mañana.
Es preciso aprovechar las ventajas comparativas de la agricultura europea (caso del aceite de oliva, el vino o los cítricos) y poner en marcha explotaciones rentables. El sentido de una PAC renovada tendrá que ser el de apoyar al mundo rural de en este proceso de transición. Armonizar la oferta a la demanda, retirar tierras de baja productividad, garantizar un mejor reparto de las cuotas, ayudar a la reestructuración de las explotaciones (casi un 60% de las explotaciones existentes la Comunidad son menores de cinco hectáreas, especialmente en el área de la cuenca mediterránea), asegurar a los productores frente a contingencias imprevistas, ayudar en el arranque de explotación o facilitar ayudas financieras mediante créditos blandos o a fondo perdido para permitir poner en práctica todo lo anterior, deben ser sus funciones. Junto a ello deberá seguir continuar con su papel de fomento estructural del desarrollo rural y medioambiental y de garante de la calidad de los productos que se ofertan en los mercados europeos para velar por la seguridad de los consumidores. Sin embargo, la misión más importante y a la vez más compleja de la futura Política Agraria Común será el de proporcionar un adecuado nivel de protección social a los trabajadores que en desde ahora y en lo sucesivo se vean desplazados del campo por las condiciones de la agricultura y ganadería de los próximos años. La recolocación de estas personas es especialmente delicada por lo que Bruselas deberá obrar con una especial sensibilidad política.
Estamos en el umbral de un momento muy crítico para los hombres de campo. En el pasado se han planteado reformas a la PAC y sus principios de funcionamiento (cuotas y ayudas). Hace años, igualmente, que se anunciaba una reforma en profundidad de consecuencias traumáticas para el campo europeo y en especial para aquél, como el español, más pobre y peor dotado de infraestructuras. Sin embargo, (como han hecho los empresarios de las tiendas libre de impuestos de los aeropuertos comunitarios, que lejos de preparar la transición para su desaparición de sus negocios los han hecho crecer y con ello han tratado de presionar sobre Bruselas para continuar con sus pingües beneficios) parecen haberse desatendido aquellos siniestros augurios que hoy tanto inquietan a nuestros agricultores y ganaderos. Las reformas que plantea la Agenda 2000 no tienen marcha atrás y lo único que el gobierno español puede hacer es negociar un mejor reparto de las ayudas y sacar la mejor tajada de lo que comienza a vislumbrarse en la agricultura como uno de los últimos repartos ventajosos. Con todo, cualquiera que sean los compromisos que se adopten, ahora y en el futuro, sería deseable que el fin de la racionalidad económica que se persigue se alcanzase con el mayor respeto posible a los principios de cohesión y solidaridad.