Al margen de consideraciones jurídicas o éticas, la combustión descontrolada de desechos como los que suelen «atesorar» los locales de comida basura no parece lo más recomendable para una pretendida «guerrilla urbana» en pos de la protección medioambiental.
Los «intrépidos» eco-guerrilleros deberían plantearse antes, no si el fin justifica los medios, sino si los medios han de ser, como es el caso, idénticos al mal que se intenta combatir.
La paradoja de los incendios de los locales de comida basura salta a la vista. Bueno, eso si los ojos no empiezan a llorarnos por el humo de la mugre en combustión. ¿Qué sentido tiene entonces la «esforzada hazaña»?
Además, +qué mal puede haber mayor que consumir los productos de esos establecimientos?, cuando los científicos de su propio país de origen aseguran que la dieta que ofrecen es totalmente contraria a las normas más elementales de alimentación saludable (y eso suponiendo que la materia prima que empleasen fuera de máxima calidad, que ya es suponer…).
Si estas cadenas de comida basura siguen proliferando, aumentando sus franquicias, sus cotizaciones en bolsa, su implantación cultural; no es sólo por un simple efecto publicitario. Es porque hay mucha, pero que mucha, ciudadanía dispuesta a consumir (incluso con deleite) los autocalificados «menús» que ofrecen estos locales (a cualquier cosa le llaman menú…).
Prácticamente toda la prensa europea ha calificado estos atentados como eco-terrorismo, y algún medio ha sido aún más incisivo y ha titulado a los grupos incendiarios, como eco-integristas; lo que parece más acertado puesto que intentan imponer un criterio, en contra de un amplio sector de los consumidores, que no duda en engullir «lo que le echen».
Cabe preguntarse +qué comen estos integristas? +Acaso, menús ecológicos al cien por cien? ¨Son, tal vez, vegetarianos? Si es así, basarán su dieta en la soja, el maíz y el arroz para cubrir el déficit proteínico. Entonces +están seguros de que ésos alimentos que comen no son transgénicos?
Encomiable la preocupación de un grupo de ciudadanos por la salud de sus convecinos. Es de agradecer, en tanto que tal desvelo no se convierta en obsesión que desemboque en la imposición de costumbres. Al fin, y al cabo, en nuestras sociedades, la economía de mercado, todavía nos permite hacer de nuestra capa un sayo en lo que a vida privada se refiere: por ejemplo, en la cocina; y ya sería el colmo que lo que no se ha atrevido a imponernos ni las Empresas ni el Estado, nos lo imponga un grupo de iluminados.
En otras palabras: si todo el mundo es libre de vivir como quiera, también ha de ser libre de morir como le dé la gana. Por ahí andan grupos reivindicando la eutanasia, +por qué no va a poder un ciudadano provocarse el cáncer de colon a su gusto consumiendo carne requemada de pésima calidad? +por qué no va a poder beber de latas de un refresco –como el del escándalo de las «cacas locas»– sospechoso de haber sido tratadas con fungicidas o algo peor?
No sería de extrañar que estos mismos que atacan a las redes de comida basura por antiecológicas, se encendieran un cigarrillo (de los antiguos o de los «modernos») en la pira expiatoria por ellos provocada: alquitrán, nicotina (o alcaloides, llegado el caso) son tan ajenos a ese ecotopo que se llama cuerpo humano, como lo puedan ser los fungicidas de una multinacional yanqui de refrescos con aspecto de agua de fregar con gas, o los componentes de un «menú» cualquiera de comida basura al puro estilo gringo.
La excusa de que las cadenas de este tipo de negocios se dedican a expoliar bosques, emitir emisiones contaminantes al medio ambiente y otras «lindezas» por el estilo, no es válida tampoco para transgredir las normas de convivencia y provocar otros humos, destrozar otros materiales y proseguir, en suma, con la espiral de destrucción del medio que caracteriza a los humanos como especie. Poco ecológico +no?
Mejor harían, estos autoinvestidos eco-guerrilleros «quemándose las cejas», cada noche para diseñar campañas efectivas de investigación y divulgación sobre los males que causan estos establecimientos de «gastronomía tarada», las secuelas de las actividades especulativas que andan detrás de las firmas que los impulsan y todas las demás lacras que las acompañan, porque, al fin y al cabo, el mejor incendio sería el vacío total de sus mesas y mostradores por parte del consumidor, y no la combustión del mobiliario.
Hay que prender, sí, pero las conciencias. La idea de la eco-guerrilla urbana es muy romántica y hermosa, pero puestos a ser utópicos lo sería mucho más si consiguiéramos que detrás de cada habitante de la ciudad hubiera un eco-combatiente en potencia, por haberle despertado un tan alto grado de conciencia ecológica que, por propia voluntad, le impediera consumir o colaborar con los destructores del medio. Si esto sucede algún día, en algún lugar, entonces sí que va a arder Troya.
Por el contrario, empleando idénticos métodos que los verdugos de lo natural no se acaba con la tortura al medio ambiente. Es más, se provoca un descrédito para todo el movimiento ecologista en general, que de forma contundente sí está luchando con paulatina efectividad contra estas lacras. Y es que cuando arde un «Burger Shit», o como se llamen esos tugurios, también se está quemando buena parte de lo conseguido por la lucha continua de los auténticos luchadores del ecologismo mundial.
No importa que los «valerosos» incendiarios padezcan penas de cárcel, cual mártires de la «causa verde», porque incluso el quemarse a lo bonzo también se genera contaminación a la atmósfera.