Hace unos años, en un pueblo de la comarca del Maresme, mientras me esforzaba junto con otros en el funcionamiento y consolidación de una cooperativa escolar (de aquellas que más adelante formaron el movimiento pedagógico del CEPEPC), me encontré con que, en una de las reuniones que celebrábamos los de la comisión, al saludar a un compañero me soltó secamente : ô¿Qué, ya vuelves a saludar?ö.
Me quedé perplejo, no sabía de qué me estaba hablando. Siguió un breve diálogo casi kafkiano, el insistía y yo cada vez ponía más cara de bobo. Al fin me aclaró que me hablaba de un día, un par de semanas antes, en que yo iba por una acera de una calle, y a él, que iba por la otra acera, le pareció que yo hacía ôcomo que no le veíaö para no saludarle. Es decir, me estaba diciendo que un día que yo debía ir ensimismado en alguno de los diversos temas que por aquel entonces me traían de cráneo, me vio por la calle (él a mí sí me vio) y no me saludó por una interpretación infantil, neurótica, de mi silencio. Le hice notar que, por lo que me estaba diciendo, quizás fuera yo quién debiera estar un poco mosca, porque era él quién, habiéndome visto, había optado por prescindir del saludo. Se quedó unos instantes boquiabierto, poco a poco se le iluminaron los ojos y terminó estallando en una carcajada y un : «Mira que puedo ser cabezón a veces».
Seguro de que todos nos hemos cruzado alguna vez con alguien a quién no conocemos que nos dice «buenos días» ; seguro también que todos, absolutamente todos, hemos contestado esos saludos con el mismo «buenos días (o algo parecido)» que hemos recibido, aunque luego hayamos preguntado a quién nos acompaña «¿quién era?» : es un acto reflejo. Eso de saludar o no, en especial si se es «alguien», puede llegar a constituir un problema, sobre todo si se pretende tener alguna actividad política y los oponentes no tienen gran cosa que ofrecer «en positivo». Si somos de los que tenemos la costumbre de andar por la calle cavilando algo, en lugar de andar pendientes de todos los que pasan, nos arriesgamos a ser tildados de antipáticos, incluso de mal educados, por aquellos que se cruzan con nosotros y no nos saludan (convencidos de que somos unos «estirados»), sin apercibirse de que eso del saludo es algo de dos direcciones. Pero aprovechando los deseos de bastante gente de «conocer» a quien es «alguien», más aun, de «ser conocida» por él, se le puede hacer una campaña «a la contra», lleva de mala uva y de mala fe, con consignas tipo : ¿Que fulano se presenta ? ¡Pero si no saluda, si es un mal educado !
Los veteranos en vivir de la política, a quienes conoce mucha gente, lo resuelven saludando a todo el mundo (o a casi todos), a veces con resultados curiosos. Hace un tiempo, mientras asistía a un acto en la sede central de un partido, se sentó a mi lado alguien, que tenía cargos importantes en el mismo, a quien yo había conocido y tratado cuando ambos teníamos alrededor de los quince años. Cuando le dije «hola» me obsequió con uno de aquellos saludos de circunstancias que los políticos llevan siempre preparados para aquellos a quienes no conocen, dispuestos a jurar, después de unas frases tipo «lo tengo en la punta de la lengua», que les han reconocido desde el primer momento. Pero parece ser que mi sonrisa socarrona le hizo reflexionar y, al cabo de poco rato, me dijo : «Nosotros nos conocemos ‘de verdad’, ¿no?». Cuando le dije que sí, me confesó que no me recordaba en absoluto, y se rió con ganas al aclararse que nos conocíamos de los scouts de Girona (hacía por lo menos treinta años de aquello). Empezó a excusarse, pero le dije la verdad. Si él no hubiera aparecido con frecuencia, como en aquellos tiempos aparecía, en los periódicos y la televisión, yo tampoco le hubiera reconocido.
Recomendaría algo más de seriedad, porque incluso hay quien, por haber olvidado en casa las gafas que precisa por cualquier motivo (miopía, la edad, etc.) le ha dedicado una amplia sonrisa y un «¡Hola que tal !» repleto de simpatía a una persona muy corpulenta, vestida de tonos verdosos, que ha resultado ser un contenedor de basura.
Jordi Portell