Nunca había visto antes otra igual. Tenía las plumas tan extrañas que más bien parecían pelo, las alas de una forma tan rara que de alguna forma semejaban patas, el pico chato y redondeado, con una textura blanda y rodeado de una especia de bigotes, el medio plumero de la cola lo tenía dispuesto de una forma que recordaba un pompón, y ahora viene lo mejor de todo, en la cabeza tenía algo como si fuesen unas orejas largas…ö El amigo le interrumpe y le pregunta: ôOye, tú, +estás seguro que no has visto un conejo?ö. El otro queda medio boquiabierto, se le ve unos momentos pensativo, hasta que se le ilumina la cara, sonríe, y suelta: ôCalla, ahora que lo dices, íquizás sí!ö.
Estas cosas ocurren. Se nos mete en la cabeza una idea, un modelo predeterminado de algo, y entonces no somos capaces de identificar correctamente aquello que tenemos delante de las narices. Ni más ni menos que porque nos emperramos en compararlo con aquella idea preconcebida, y no nos encaja. Igual que el hombre del retruécano que, habiendo supuesto por adelantado que dentro de la jaula deb¡a haber una gallina, ya no pod¡a ver por s¡ mismo qu’ era lo que conten¡a realmente, a no ser que otro – libre de su predeterminaci¢n – le hiciera ver aquello que era. Este aferrarse a los prejuicios, a las ideas preconcebidas, es propio de una gran inseguridad, tan fuerte que provoca un miedo inmotivado por el cambio de idea, de perspectiva, de visi¢n de lo que tenemos delante encima de la mesa, y lleva a la corta o a la larga al inmovilismo, a la par lisis, a la castraci¢n de cualquier iniciativa. La cosa es peligrosa para quien la practica, porque, con suerte, le hace depender de alguien que desde fuera de ‘l mismo le vaya orientando sobre qu’ tiene realmente ante s¡, en lugar de regirse por aquello que le dictan sus propios prejuicios. Digo con suerte, porque no es la primera vez que eso no le es otil a quien est dominado por esos filtros, porque su inseguridad, devenida enfermiza, puede hacerle ver los comentarios, ideas, observaciones de este hipot’tico alguien que de alguna forma podr¡a ayudarle desde fuera, como una especie de intento de dominaci¢n, de atentado a su libertad, a su personalidad, a su intimidad, etc. Puede darse el caso, siguiendo con el ejemplo del hombre de la gallina, que apenas el amigo se haya ido y se quede a solas otra vez, aquella misma inseguridad le lleve a dudar de lo que acaba de decirle el amigo. En definitiva, razona para sus adentros, algon motivo tiene que haber para que ‘l lo haya visto de primer intento c¢mo lo ha visto.
Empieza entonces a buscarle los tres pies al gato, en forma quiz s de las motivaciones personales que pueda haber tenido el otro para tratar de desconcertarle su propia visi¢n. No es dif¡cil que acabe convenci’ndose de que lo mejor que puede hacer es guiarse por su instinto y dejarse de zarandajas que vengan de fuera, por m s que puedan haberle parecido en un primer momento llenas de claridad y sentido comon. Una vez llegado a esta conclusi¢n, puede quedar atrapado en un c¡rculo vicioso del cual no pueda salir. Quiz s podr¡a buscar ayuda, incluso profesional, pero si no ha entendido antes que nada que es ‘l quien tiene un problema m s o menos serio, y que este es el motivo de que precise la ayuda y no ningon otro, probablemente cada vez que salga de la visita volver a empezar a retorcer los comentarios que se le han hecho y acabar clavado en el mismo sitio de siempre. En el caso del hombre del chiste, una cosa as¡ como acabar dici’ndose: «¥Qu’ tonter¡a me ha dicho ese! ¥Si sabr’ yo lo que he visto y lo que no! +Verdad que ‘l no estaba all¡? No, si no te puedes fiar de nadie. ¨Por qu’ c… me lo habr hecho?». Y para postre, sentirse agredido por el otro y huir de ‘l.
Jordi Portell