Lo he recordado estos días û en una barroca asociación de ideas de aquellas que nos sobresaltan de tarde en tarde, mientras nos preguntamos por qué arcanos vericuetos hemos llegado a aquella formulación û a resultas de la muerte del gran actor Anthony Quinn. Los que ya somos mayorcitos tenemos asociada su figura a una serie de vivencias propias de épocas más o menos pretéritas, porque le habíamos visto interpretar todos los papeles habidos y por haber en el trascurso de una larga carrera que llegaba hasta ahora mismo: desde cazador de focas medio pirata hasta miembro de un comando heroico que hacía pedazos unos enormes cañones alemanes en una isla griega; desde esquimal viviendo con los suyos en las inmensas desolaciones árticas y su conflicto entre culturas hasta jefe de una tribu de beduinos de los desiertos de Arabia de las más feroces que entra en guerra con los turcos por el botín; desde el hombre simple de un pueblo de la Europa oriental y sus avatares en tiempos de la segunda guerra mundial de la versi¢n cinematogr fica de la obra de Gheorghiu hasta el papa ex¢tico tambi’n procedente de la Europa oriental, anticipo de alguna manera del actual ocupante de la sede, de la de West, etc., pero mi Quinn predilecto es, y creo que lo ser para siempre m s, el Zorba del magn¡fico film que el griego Michael Cacoyannis dirigi¢ en 1964 basado en una novela de Nikos Kazantzakis no menos magn¡fica.
La mayor¡a de la gente que conozco, incluso muchos de los que coinciden conmigo en esta apreciaci¢n, identifica Zorba/Quinn con el baile del «sirtaki» y la genial banda sonora de Mikis Theodorakis, pero yo me quedo con el fil¢sofo que subyace en el personaje que tan acertadamente interpret¢ el malogrado actor, y es de este concepto de donde proviene aquella asociaci¢n de ideas que mencionaba unas l¡neas m s arriba. Hay un momento, en las fases tempranas del film, que Zorba se da cuenta del amor contrariado del hijo del cacique local por la viuda que personifica una guap¡sima Irene Papas, con sus facciones regulares bajo las cejas bonitas y un tanto espesas, y comenta a su patr¢n (Alan Bates) el dato que acaba de captar. «Cuantos m s desprecios, m s la desea ‘l», dice Zorba/Quinn, y continua el comentario intentando interesar al jefe en la conquista de la viuda que le ha dedicado una significativa mirada. Cuando ‘ste le dice que no quiere problemas, es cuando aparece la vena que a mi me golpea y me pone emotivo cada vez que reviso el film. «La vida es problema – declara convencido -, s¢lo la muerte no lo es. Vivir es liarse la manta a la cabeza y buscarse problemas». Ya s’ que Anthony Quinn no es Zorba, ni siquiera el Kasantzakis creador del personaje, pero despu’s de todos estos a_os ya me resulta imposible discernir al uno de los otros. Casi al final de la pel¡cula, unos momentos antes de la famosa escena del baile de Quinn y Bates, Zorba/Quinn dice: «¥Caramba, jefe! Le aprecio demasiado para no dec¡rselo. Usted lo tiene todo, menos una cosa: locura, y el hombre ha de ser un poco loco, si no…» , hace una breve pausa que aprovecha su interlocutor para preguntarle: «¨Si no…?». Y entonces ‘l continua: «…si no nunca se atreve a cortar la cuerda y ser libre».
La asociaci¢n de ideas que comentaba antes tiene que ver con esta dificultad que a veces tenemos de identificar qu’ queremos, y qu’ no, s¢lo por su aspecto m s obvio, el m s l¢gico – ni que sea con respecto a nuestra l¢gica interior -, el m s pr¢ximo a aquello que siempre hemos cre¡do, olvidando que para ser verdaderamente libres nos hace falta hacer caso a nuestro coraz¢n, porque las cosas que son esenciales permanecen de hecho invisibles a nuestras percepciones m s inmediatas. Nos hace falta ese ramalazo de locura que nos permitir cortar la cuerda que nos ata, nos paraliza, probablemente por factores castradores como la rutina y los prejuicios, y no dejar de lado aquello que, a la hora de la verdad, nos permitir ser libres. Esta vez de verdad: en serio.
Jordi Portell