No es bastante con hacer un rictus de menosprecio y de superioridad ante según que manifestaciones audiovisuales de horterada rampante. La fiera nos acecha apenas disimulada detrás toda esta clase de cosas, mientras nosotros incluso lo usamos, ajenos a esta faramalla, para sentirnos un poco más por encima del bien y del mal. ¿Qué conseguimos en realidad? Tener sustos como éste que acaba de tener la gente del país vecino y que no está tan lejos aquí mismo donde estamos.
Explicaré qué quiero decir, por si acaso aun no he conseguido que se vea por donde voy. Hace unos días hablaba con una amiga mía, y me contaba que en una tertulia que frecuenta se planteó de pasada este mismo tipo de tema. Quien más o menos llevaba la voz cantante, se quejaba de que últimamente no se daba suficiente valor a la cultura, pero quedaba claro que cuando lo mencionaba lo hacía refiriéndose casi exclusivamente a lo que podríamos llamar “cultura de libro”. Mi amiga expresó su opinión en el sentido que hay diversas formas de cultura, no sólo aquella que podríamos denominar “cultura oficial”, la que está consagrada muchas veces por una u otra clase de papel de aquellos que se cuelgan de la pared, sino que éste es un concepto mucho más amplio, que incluye muchas cosas de la vida cuotidiana. Tenía y tiene razón, pero pienso que faltaba algo, y eso era apostillar que, inmersos en el respeto liberal a cualquier forma de cultura, a veces podemos llegar a confundir con formas culturales cosas que sólo son incultura o incluso contracultura. No hay nada cultural en pasarse el día hurgando en las miserias de una serie de totems mediáticos, ni, con la excusa de combatir según que males, dar pie a cotillear de mala manera, con un exhibicionismo digno de mejor causa, acerca de cosas que mejor sería que se mantuvieran en los ámbitos que les son propios, por ejemplo los hospitales y los juzgados, según se trate de las causas o de los efectos.
Hace unos días, en el tren, oí una conversación entre una chica joven y un amigo, o conocido, de un fascismo espeluznante. Ella no era racista, no señor, sólo faltaría. Los magrebíes y los negros eran personas como las demás, pero ella “sólo sabía” que el trabajo tenía que ser para los españoles, y era por eso que debían ser expulsados. Su interlocutor estaba totalmente de acuerdo, pero añadía más cosas. Dotado de una especie de sindicalismo reaccionario, acusaba a los inmigrantes de hacer bajar los salarios. Él “sólo sabía” que como estaban dispuestos a trabajar por menos dinero que los de aquí, por culpa de los inmigrantes éstos cobraban menos de lo que cobrarían si no estuvieran los intrusos. La solución, en la que coincidían ambos, echarlos a todos, pero que constara que no era por el color de la piel, ellos no eran racistas. No hace falta ir a Francia para oír por la calle esta clase de discurso. Me los pusieron por corbata. Aclararé que eso fue el día 10 de este mes de abril, antes y no después del cataclismo francés.
La política es, desde el punto de vista de las definiciones, el hecho de ocuparse de los asuntos públicos. En este sentido, como profesión apenas si puede haber otra más noble. Los políticos tendrían que ser aquellas personas de bien que, de una forma altruista, dedican su tiempo a que las cosas les vayan lo mejor posible a sus conciudadanos, sin que este altruismo sea incompatible con que los recipiendarios de sus servicios, a cambio, les dotemos de medios para vivir con alguna dignidad. La idea de como tienen que ser las cosas para conseguir que eso sea así, puede cambiar de uno a otro, y esta es la raíz de las ideologías políticas. Entonces, con independencia de quien pensemos que acierta más, tendríamos que ver esta clase de gente como la sal de la tierra.
Ocurre, pero, que en la práctica hemos visto demasiados diputados de todas las cámaras y de todos los colores, más pendientes de su sueldo de fin de mes que de hacer que las cosas vayan por donde, según su adscripción política, tendrían que ir para que los ciudadanos recibiéramos los beneficios de tal acción. Ocurre, digo, que hemos visto más de uno más preocupado del lugar que va a ocupar en las listas electorales, en el sentido de tener garantizada su calidad de diputado para la próxima legislatura, que no de que su partido gane las elecciones. Para decirlo tan claro como sea posible, que mientras él mantenga su sueldo, le importa una higa si forma parte del grupo que apoya al gobierno o está en la oposición. Y cosas mucho peores aun, claro. Entonces esta clase de comportamientos van generando un descrédito de la política, y ésta deja de ser una fuente de liderazgo civil. Acaban siendo padres de todos estos “yo sólo sé”, que hay detrás del pasotismo político, apenas a un paso de que aquellos que se acostumbran a esa clase de discurso, se enamoren de cualquier demagogo falsario y farsante que les predique aquello que quieren oír, mientras se miran con gran indulgencia el propio ombligo.
Mientras comentaba esta clase de cosas con la amiga que he mencionado antes, me decía, y una vez más acertaba, que la lástima es que sea necesario un líder, aunque hiciera falta aclarar que no se trata de que se precise un líder, sino de que aquellos que llevan la voz cantante, y han conseguido la representación de la gente, ejerzan este liderazgo moral en lugar de ser una fuente de desencanto. No es para tomárselo a broma. Lo tenemos aquí mismo, y no se trata sólo de una cuestión de que todos los liberales se unan y derroten electoralmente esa otra tendencia. El problema es el caldo de cultivo que hace que esa clase de pensamiento no sólo exista, sino que vaya a más cada día que pasa, y hace falta que se les haga notar el rechazo más categórico en todo momento. No es tan difícil. En definitiva sólo se trata de tener claro que hace falta tratar a todo el mundo como nos gusta que nos traten a nosotros. Si somos capaces, entonces todo irá mejor.
Jordi Portell