Cuando le dije que, si yo tuviera que poner etiquetas a mi marxismo – en aquellos tiempos aun era marxista -, me declararía más bien luxemburguista, queriendo significar hasta que punto criticaba aquellas facetas que la dirigente alemana consideraba desviaciones burocráticas y que habían convertido la tan cacareada dictadura del proletariado en dictadura del secretariado, soltó una carcajada sardónica y luego me tachó de romántico. Pienso que tenía razón, soy romántico en más de un sentido, aunque en aquel momento mi interlocutor valoraba eso de un modo muy negativo. La dictadura franquista nos dejo a todos este tipo de concepciones. La visión autoritaria de casi todas las organizaciones, por ejemplo, muchas veces bastante alejada de las formas democráticas más elementales, tiene que ver con eso y también otras cosas. Que gente a la cual ahora mismo el simple concepto dictadura – del proletariado, del secretariado, de los salvadores de la patria, de la civilización cristiano-occidental, o lo que sea con que se pretenda justificarla – les produce urticaria, debatían los últimos años del régimen anterior, e incluso los primeros del actual, sobre estas cosas sin darse cuenta de la contradicción que representaba debatir cuestiones de este tipo mientras se defendía un sistema verdaderamente democrático.
Si esto era así para un montón de gente que realmente preconizaban las libertades democráticas como la mejor forma de organización social, no tiene que ser ninguna sorpresa que aquellos que entonces aun no lo hacían en absoluto, y estaban contra la Constitución actual no por tibia o ambiguamente neofranquista sino por “social y patrióticamente peligrosa”, les salga el mismo tipo de tic apenas se ven un poco las orejas. La obscenidad del chafandín de La Moncloa ante la simple expresión de un pensamiento distinto al suyo, aterra, como lo hace su supina incomprensión de que dentro de una misma organización política construída de forma federal se expresen opiniones distintas sobre la forma de alcanzar sus objetivos de modelar la sociedad de acuerdo con su ideología, una ideología que va bastante más allá que la ocupación del poder por el poder. Yo no soy antiglobalización. Pienso que los indudables beneficios que el desarrollo económico de las diversas naciones comporta para sus ciudadanos es importante, y una buena vía para avanzar hacia el bienestar de todos, si la distribución de la riqueza generada de realiza desde principios de equidad y de justicia y no desde el egoísmo de la derecha, y cuando menciono eso no incluyo sólo a los detentadores del capital, sino también a todos aquellos que se miran el propio ombligo más de lo que hace falta. Pero para mí, este punto de vista personal, no representa ningún obstáculo para que comprenda que hay gente que no piensa lo mismo que yo, y defienda con energía su derecho a manifestarlo públicamente. Tampoco pienso que el simple hecho de coincidir en este tipo de planteamientos con una organización política más que sospechosa de apoyo incondicional a los asesinos de ETA, me de derecho a tildarlos de terroristas, ni que hacer público que los militantes de determinado partido tiene libertad para participar o no en estas manifestaciones sea un acto de incoherencia. Un permiso que, por otro lado, era ocioso, porque su derecho a hacerlo es superior y anterior a tener o no un carné de partido en el bolsillo.
En este sentido, el chirriar de las bisagras democráticas no se ha producido sólo en el terreno de aquel a quien mencionaba más arriba, sino también en el de personal bastante más próximo a nosotros. Yo les recomendaría que se lo hicieran mirar un poco antes de dejarse arrastrar por el nerviosismo que les provoca la falta de clamor popular por el sucesor, debido tanto a su inexistente carisma como a su política de estar demasiadas veces codo a codo con según quien.
Jordi Portell