Cada nuevo día que pasa se nos pone delante de las narices una u otra cosa de este mismo tenor.
Censurar la red, que ya funciona muchas veces con criterios tan ramplones que hacen enrojecer de vergüenza ajena, con la excusa de prohibir la pornografía – sobre todo en su vertiente pedófila – en Internet, o ilegalizar Batasuna, son algunas de las muestras quizás más flagrantes de este fenómeno. Es un tema, empero, que no se agota con esos pocos datos, sino que lo va pringando todo. Da la sensación como si el clima creado, especialmente a partir de los atentados del once de Setiembre, fuera adecuado para toda clase de cacicadas de forma que, en una especie de demostración de “ahora parece que vale todo”, vuelven a florecer las más viejas esencias, pretendiendo pasos adelante aquellos que en definitiva son retrocesos capitales hacia concepciones sociales que no es que sean del siglo pasado, o del décimonoveno, es que son de la edad de piedra.
Se trata ni mas ni menos de que, renunciando a nuestra condición de ciudadanos, aceptemos de buen grado la calidad de súbditos, de forma que sea muy natural que dejemos de ocuparnos de la cosa pública, de querer que mejoren las cosas del día a día, porque ya lo harán por nosotros nuestros superiores que nos quieren tanto y sólo desean nuestro bien. Que, en definitiva, la democracia se use única y exclusivamente para escogerlos, pero que una vez hecho esto tengan manga ancha para hacer y deshacer, sin tantos controles ni tantas cortapisas. Quizás por esto, por estos mismos lares donde vamos sobreviviendo, hay quien se ha sentido con derecho de usar su prepotencia para ver de domesticar un poco más “pro domo sua” los medios públicos de comunicación, haciendo dimitir a los actuales gestores, aquellos que habían sido acordados entre todos, y poniendo otros más dóciles para el gobierno y más convenientes para los intereses electorales del partido que lo sustenta. No se han preocupado, ni que fuese a mínimos, por guardar las formas, no señor. Con toda su arrogancia han hecho y han deshecho, y como no tenían bastante con hacer arrojar la toalla al anterior, se han llenado la boca de que esta vez, si no se ponían de acuerdo con los demás en el nuevo gestor de la cosa televisiva y radiofónica, ellos mismos lo nombrarían directamente, y basta. Quien manda, manda, y se acabó lo que se daba.
Volviendo, empero, a ese clima más general, no se trata de que piense que no haya cuestiones sobre las cuales los poderes públicos no tengan que intervenir para salvaguardar los derechos de la gente, pero demasiadas veces, si se les deja hacer, se rompen todos los equilibrios habidos y por haber y se camina de forma decidida hacia el despotismo descarnado. Uno tiene la desagradable sospecha de que, por poner un ejemplo, con la excusa de unas medidas antiterroristas del todo convenientes para la tranquilidad de todo el mundo, en realidad de lo que se trata es de criminalizar los patriotismos periféricos y, por poner otro, con un pretexto no menos presentable estéticamente como es la salvaguardia de los derechos de los menores, de lo que en definitiva se trata es de sustraer a quienes les apetezca recrearse haciendo un poco el “voyeur”, toda una oferta visual de traseros y pechugas de mucho cuidado. Hace falta ser conscientes de que ya existen toda una serie de códigos penales que declaran qué cosas son lícitas de hacer y cuales no, y las correspondientes sanciones que les impondrán los tribunales si llega el caso. La cosa se regula sola – la autocensura se encarga de ello – y, con las medidas judiciales adecuadas, las cautelas son más que suficientes y no hace falta ir más allá. Éste es el equilibrio entre los derechos de los unos y de los otros. Lo que ahora se pretende es sólo un regreso solapado al viejo régimen, y ni siquiera me refiero al franquismo sino al de antes de la Revolución Francesa.
Jordi Portell
