El motivo, ninguno que no sea un insulto para aquellas personas que se han pasado años cotizando para tener a cambio una serie de derechos y protecciones, entre otros éste de cobrar un dinero si acaso se quedaban sin trabajo, y que de ahora en adelante se encuentren en este tipo de contingencia. Algo así como si las compañías de seguros decidieran de golpe y porrazo recortar las contraprestaciones de sus pólizas, después que los clientes hubieran pagado religiosamente y por adelantado el importe convenido a cambio del derecho a disfrutar de las mismas si llegaba a producirse el correspondiente evento. Dice la derecha pura y dura que nos gobierna que así se combatirán los abusos, y que es de eso de lo que se trata y no de ninguna otra cosa, pero aquí nos conocemos todos, y sabemos que el tema es ver de rebajar el número de inscritos como parados aprovechando la primera oportunidad para expulsarlos de las listas – y si además uno se ahorra unas prestaciones que deberían pagarse en caso contrario, más a favor del equilibrio de un presupuesto que no les cuadra ni con cola por muchas sandeces que digan al respecto –, así como también abaratar el coste de la mano de obra al servicio de los empresarios, su clientela tradicional, su apoyo mediático y económico.
No deja de ser bastante paradójica esta mezcolanza de liberalismo salvaje – sector económico, insisto – y proteccionismo. Se supone que los ultraliberales económicos son partidarios de la selección natural, de que todo el mundo se las espabile como buenamente pueda porque si no, dicen y predican, la gente se apoltrona en los subsidios y las subvenciones y se pierde fuelle, cosa que es fatal para la economía de mercado. Pero, por lo que se ve, eso de dejar que las fuerzas del mercado se equilibren ellas solas es una de esas cosas que los hipócritas predican para ver de sacar tajada si alguien se lo cree, pero no para practicarla en serio, porque si el coste de la mano de obra – en el mercado de esa peculiar mercancía que es la fuerza de trabajo para los de ese talante en particular – se pone más caro de lo que los empresarios pueden compensar en sus costes, dejando a salvo lógicamente su sacrosanta rentabilidad, entonces hay que sacar a la calle los tanques de las decisiones unilaterales del gobierno, para proteger con ellas a los empresarios que podrían naufragar en la crisis de resultados que eso comportaría. Por lo que se va viendo, eso de la supervivencia del más apto no es aplicable a un montón de pretendidos empresarios que se limitan a ir tirando, siempre con el cuento de la lágrima a punto.
Uno tampoco es un obrerista incondicional, todo hay que decirlo. Uno piensa que a veces la política sindical de “ni un paso atrás” ha dejado a bastante gente sin trabajo, o como mínimo ha colaborado de modo insistente a que así ocurriera. Uno ya no cree en eso de las clases emergentes portadoras del porvenir histórico, y más bien le parece todo ello un conflicto de intereses de dos pares de narices entre dos partes enfrentadas por el reparto del botín. Una de ellas armada con los sindicatos y, la otra, no con ese remedo de lo mismo que es la patronal, sino con el gobierno en pleno. Si realmente hace falta una política sindical de firmeza, que muy bien podría ser que sí, entonces también hace falta que los sindicatos sean conscientes de las consecuencias puntuales del conflicto, y no hacer de ello más drama de la cuenta – especialmente de cara a la galería – cuando hay que cerrar una fábrica porque como unidad de producción económica – su único objetivo – no funciona, se ha roto su equilibrio económico, etc. Quizás sí tienen razón, y el empresario en cuestión sólo es un incompetente – uno ha conocido montones de esta clase de ganado –, pero si no sabe más, entonces o se llega a una solución y se da un paso hacia la economía social a ver si ellos solos se lo montan mejor, o se cierra. Entonces es cuando aparece con toda claridad el motivo por el cual se ha estado cotizando todos aquellos años: la posibilidad de quedarse sin trabajo y no quedar en medio de la calle sin más ni más. Que ahora se les quiera obligar a coger cualquier cosa que al gobierno actual le apetezca, no tiene ninguna gracia.
Jordi Portell