Dentro de la línea de considerar estos hechos pecados antes que delitos, y como tales bien ocultos como cosa entre el sacerdote y su obispo. Lo leo casi al mismo tiempo que he tenido conocimiento de la respuesta de la jerarquía de aquí a los setenta y un sacerdotes firmantes del manifiesto del foro Joan Alsina, donde, en líneas generales, se propone la igualdad de hombres y mujeres en el seno de aquella institución, así como también la abolición del celibato obligatorio para los sacerdotes. Uno no puede por menos que relacionar las dos cosas, porque piensa que toda esta larga lista de abusos, estupros y violaciones, manifestaciones claras de sexualidad mal reprimida y mal canalizada, tiene una relación de causa a efecto, aparte de no acabar de entender el papel que pintan en una sociedad democrática esta clase de asociaciones que vulneran de forma clara el concepto constitucional de la igualdad de sexos, o, lo que es lo mismo, la prohibición expresa de discriminar a nadie en función del sexo, raza, opinión, etc.
Uno no ve muchas diferencias entre la existencia de este estado de cosas y toda una larga serie de las cuales todo el mundo con algo de cordura se rasga las vestiduras, como el trato dado a las mujeres en el Afganistán de los talibanes, o la pena de muerte por adulterio en Nigeria por motivos de base religiosa, porque en definitiva son, como mucho, distintos peldaños de una misma escalera, y ésta no encaja en los regímenes políticos que se suponen respetuosos con los derechos humanos, como por ejemplo el que tenemos aquí. No deja de ser curioso que esto esté ocurriendo mientras en el Ministerio de Justicia – el mismo que tutela las relaciones entre las iglesias y el Estado – se estén afilando los lápices con la finalidad de introducir la proscripción legal de aquellos partidos políticos que, en sus programas y en su comportamiento público, atenten contra estos mismos derechos de todos que ampara la Constitución. Todos recordamos como los partidos comunistas tuvieron que eliminar de sus programas y estatutos toda la retórica acerca de la dictadura del proletariado y la rémora del centralismo democrático, para conseguir la legalización, y es esta misma clase de argumento el que ahora se pretende emplear contra Batasuna. La contradicción y la diferencia de trato me parecen claras.
Pero lo que me causa más estupor son las reacciones. Conozco a bastante gente, creyentes de la confesión de referencia, que no se recatan en absoluto de opinar en privado que el papel que la jerarquía tiene asignado a la mujer en el seno de la iglesia es una vergüenza, y eso del celibato obligatorio un anacronismo que produce más daño que servicio, aparte de pasar olímpicamente de la doctrina oficial del mismo ente sobre divorcio, sexualidad, contracepción y aborto. Por este motivo uno más bien esperaba que la iniciativa de los firmantes del manifiesto iría acompañada de un verdadero alud de cartas y de manifestaciones a favor de una iniciativa que tiene predicamento entre los feligreses, y ha quedado muy sorprendido al darse cuenta de todo lo contrario. La mayoría de cartas que he leído sobre el tema me recuerdan las reacciones de los militantes de partidos políticos cuando creen que tienen que justificar alguna barrabasada de su organización, tan peregrinas resultan. La idea que se saca del conjunto es clara, en aquella casa quien manda, manda; quien no está demasiado de acuerdo quizás lo manifiesta a escondidas, pero a la hora de la verdad se calla como un muerto, y quien no quiere ver contradicción entre unas cosas y otras, se espabila para encontrar algún argumento, ni que sea tan peregrino como que el papel de la mujer es la fecundidad o que los sacerdotes aceptaron el celibato cuando tenían veinticuatro años y ya eran bastante mayorcitos como para saber qué hacían. Por lo que se ve, aquello de que rectificar es de sabios allí no cuenta.
Jordi Portell
