Vistió sus huidas de despedidas
románticas («nos dijimos adiós, ojalá que volvamos a vernos»). Ante la
pasividad de todo el feminismo, llamó a las mujeres «aves de paso, pañuelos
cura-fracasos». Consiguió mantener la ilusión, a estas alturas, de que las
opciones egoístas y facilonas, tal la bohemia nocherniega, el mariposeo
sexual, la gamberrada, la deslealtad, apareciesen como transgresión y
malditismo. Cantó al Dioni y a los conductores suicidas sin que nadie le
acusara de apología del delito. Sus fracasados, sus perdedores, no buscaban
consuelo ni arrepentimiento, sino que exhibían su suerte como una bandera.
Y he aquí que de repente, Sabina, el hombre que despachaba con un desdeñoso
«naranjas de la china» a los que le decían que tuviese cuidado con la
nicotina, el vino y el sexo opuesto, se nos desinfla al primer susto. «Si lo
que quieres es vivir cien años, no vivas como vivo yo», había cantado. Y
ahora nos cuentan los diarios que, a causa de una protesta de su sistema
cardiovascular, ha decidido hacer caso de su médico, que le prohíbe «los
licores del placer». No es poca cosa estar vivo, suspira. ¿Es este mi
Sabina? Después de todo lo cantado, ¿se nos va a vacunar contra el azar? ¿Y
qué van a decir sus seguidores, que han apurado el humo de los clubs
instigados por su héroe? ¿Lo veremos dentro de poco en la farmacia pidiendo
«pastillas para no soñar»?
Joaquín Peláez López
