Las calles de nuestras ciudades rebosaron ayer de esa extrema potencia afectiva que entrelaza y realiza la hermandad de todos y en ella escribe como compartida la vida, la ciudad, para decir en ella al mismo tiempo indignación y amor, inflexibilidad y tolerancia, solidaridad y justicia.
Pero es una energía demasiado libre y movediza, como un relámpago, demasiado capaz de serpentear en direcciones imprevisibles, rota a la deriva. Demasiado administrable desde agencias interesadas en instrumentarla y reconducirla a beneficio de sus propósitos otros, demasiado dúctil y falta de destino propio en la desmesura de su intensidad profunda e inabarcable.
Es por eso que resulta tan necesario asentar esa electricidad social que ha sacudido todos nuestros corazones desde las calles de la ciudad, convertidas en venas reventadas de un cuerpo único, para que su energía no se malverse, no quede malbaratada en un movimiento estéril, máquina soltera o tierra baldía. Es preciso llamar no a ninguna serenidad, que no hace al caso de lo tremendo absoluto de lo acontecido, pero sí a un ejercicio extremo de reflexión, de introspección profunda y colectiva, para activar la fulguración de un conocimiento compartido, nítido y crucial, acaso no ya de las causas, pero sí cuando menos de las condiciones que han puesto como real y efectivo aquello que nunca hubiera debido ocurrir ni como posible.
Y esas condiciones que han venido a hacer esto posible, se daban, en efecto: estaban ya ahí y escribían trágicamente -y ya un millón de veces, antes- lo ocurrido en la historia real de todos nosotros como destino y no sólo como eventualidad fortuita. Sin duda es legítima la indignación con los hechos, con lo acontecido. Pero la reflexión debe dirigirse hacia aquello que sentó sus condiciones de posibilidad. Para, y en la medida de nuestras capacidades, rederivar toda esa enorme energía política –vertida como lágrima en la lluvia, para la nada, para la muerte- hacia alguna actuación que, en lo que esté en nuestras manos, aunque sea pequeño y poco, venga a conseguir que ellas, esas condiciones que hicieron posible esta desmesurada barbarie, no continúen dándose ni un día más.
Es desde ese punto de vista que resulta tan completamente inaceptable la manipulación informativa del gobierno sobre la causa eficiente, sobre la firma específica y concreta de los autores del acto. Y no ya porque, y como resulta bien obvio, de ello pretenden todavía obtener un repugnante rédito electoralista que ahora debería –desde la mera ingeniería de la opinión instrumentada, que ellos no han dudado en utilizar- volverse radicalmente en su contra. Sino porque en la equivaluación de todo terror, que pretenden, no sólo vienen a intentar exonerarse de una responsabilidad que bajo la hipótesis Al Qaeda les señala con dedo implacable, sino que incluso y en implícito pretenden avalar retrospectivamente la legitimidad de su guerra sistemática y preventiva “contra el terror, en todas sus formas”, dirán. Pero es todo lo contrario.
Todo lo contrario, sí. Acaso el silencio de este lado –el silencio en que ha quedado congestionada una izquierda conmocionada y acallada en el pudor de su repugnancia a instrumentalizar ningún odio, ningún dolor- tenga su origen incómodo en no saber decirles que si esa homologación de todo terror tiene algo de cierta –y lo tiene: en lo que es por siempre y en todas sus formas injustificable- no les señala como la agencia solvente para protegernos de ello, sino al contrario como la que en su ejercicio sistemático de una negativa soberbia al reconocimiento de cualquier sentimiento identitario ajeno alimenta de modo sistemático la aparición y el crecimiento del discurso –y la práctica- del odio, y tanto dentro como fuera. No les señala, no, sino como quienes precisamente ponen las condiciones de posibilidad últimas para que ese discurso fatal se asiente y siembre las semillas de esta brutalidad, cuyos frutos pretenden recoger transfigurados en legitimación de sí mismos por la supuesta necesidad de una lucha de muerte contra todo aquello que ellos mismos, en su movimiento, inducen.
Pero acaso, sí, no quepa menospreciar la energía política de la multitud. Ni tampoco su potencial de *intelección general*, su capacidad de, en esa dolorida comunión efervescente de la calle estallada, que hace correr de cuerpo a cuerpo la energía de una vida psíquica que sólo lo es en cuanto ocurriendo en común, hacer aflorar la profana iluminación que atravesando la oscura maraña de los datos equívocos, las cifras calculadas y todas las turbias algarabías mediáticas, sea capaz de desembocar en una implacable y epidémica sabiduría muda y pulcra, que acierte a convertirse en el pequeño pero inequívoco actuar consecuente en la mejor ocasión que de traducir a una decisiva acción política tiene toda esa energía ciudadana vivificada.
En algo tan simple y pequeño como un voto también multitudinario: aquél que defenestre de los lugares de responsabilidad en la conducción política de nuestros destinos conciliados a quienes en su brutal negativa a dialogar con el sentimiento de la diferencia o reconocerle derecho a una propia existencia no amenazada, abonan la tierra en que crece este discurso del odio y las tristes flores que él, de la tierra y la vida, entre lágrimas, arranca.
Jose Luis Brea