Pero lo realmente llamativo de semejante despliegue y expectación era en la tarima, ante decenas de micrófonos, no estaba Michael Jackson, sino su productor, Quincy Jones, y su representante, Frank DiLeo.
Más curioso, si cabe, es que todos los periodistas lo sabíamos y participábamos, más o menos gozosos, de ese despegue real al estrellato más absoluto, preguntando a los dos personajes sólo sobre el artista invisible, a lo que ellos contestaban a modo de portavoces autorizados mientras su esquivo patrón, probablemente, estaría callejeando por Roma comprando antigüedades o jugando en su habitación. Después, en una cena multitudinaria, el artista tuvo al menos el detalle de asomarse y hacer un saludo desganado, que muchos ni notaron entre sushi y copas de champán. Creo que sólo Pino Sagliocco (que le había contratado para España) y otros promotores pudieron estar un rato con él.
En definitiva, fue una irrepetible muestra de poder, inadmisible en cualquier otro caso, de que Jackson había llegado hasta un punto insospechado de éxito, de capacidad de crear expectación, que ya no le abandonaría nunca pese al distanciamiento físico de medios y fans, incluso en los momentos más bajos de su carrera musical, cuando su cierta vagancia artística propició que se hablase más de sus extravagancias, manías y excesos que de su obra. Y, pese a que llevaba toda su vida en los escenarios, en el fondo, todo había sido rápido, porque poco antes de ‘Thriller’ (el álbum más vendido de la historia, según se afirma ahora, con 109 millones de ejemplares), prácticamente nadie le hacía caso y en una visita a Madrid -cuando estaba dando una nueva orientación- la prensa musical no estaba demasiado por la labor y la otra ni siquiera le tenía en su agenda de prioridades informativas.
En este punto, con Jackson descansando en paz y todos los tiburones, incluso los que llevan su mismo apellido y han hecho carrera a su sombra -me dan igual su mal gusto para la decoración y la ropa (ahora Roberto Cavalli alardea de haberle vestido)- las operaciones de estética (que él más o menos negó en una entrevista a un periodista televisivo que le hizo la cama) o sus increíbles e inmaculadas relaciones con Brooke Shields, Lisa Marie Presley (efímera esposa) y hasta Pamela Anderson, por no hablar de la arpía enfermera que le proporcionó descendencia y alentó la dudas sobre el método de concepción.
Me tiene sin cuidado que llevase guantes con brillantes, mascarilla o que durmiese con el esqueleto del hombre elefante, una serpiente o con su médico de cabecera, por no hablar de su amistad con Liz Taylor (que le debío contagiar la hipocondría) y Liza Minnelli. Allá él si se metía en una burbuja de oxígeno para conservarse joven, se bañaba con agua mineral o quemaba la ropa después de usarla una vez. Sólo en el tema del escándalo de los niños -cuyos padres se pusieron las botas llevando a sus retoños al parque de atracciones de su casa Neverland, con pensión completa en casa del artista e ingreso en cuenta bancaria- me parece serio, pero me da grima, aunque quizá habrá que esperar a la lluvia de biografías no autorizadas que aparecerán pronto para ir descubriendo más detalles de ese turbio asunto; Jackson, acusado pero nunca condenado, me parece un pardillo más aficionado a jugar con muñecos que en esforzarse practicando algún tipo de sexo, incluso el más cuestionable. Claro que el mundo está lleno de expertos que debían estar presentes en esas supuestas orgías infantiles o son profundos conocedores de los secretos mentales de un personaje tan inquietante.
De Jackson, me quedo con sus canciones, desde la época de los Jackson 5 (invento de un padre dispuesto a exprimir el resultado de su donación de esperma, a base de hostias, y que tiene una cara de malo que asusta), con aquella pegadiza ABC que descubrí en un programa de José María Iñigo en TVE, pero especialmente con ‘Off the wall‘ (cuando todavía no había empezado a desteñirse y comenzó la colaboración con Quincy Jones), ‘Thriller‘ (cuyo vídeo de John Landis hizo historia y catapultó las ventas del disco) y ‘Bad‘, con temas como ‘Beat it‘, ‘Billy Jean‘, ‘The way you make me feel‘ y el salvaje ‘Smooth criminal‘.
El resto -que me perdonen los fans incondicionales, los que incluso se creían que era él quien volaba a reacción en sus espectáculos- no me emociona. A cambio compenso semejante blasfemia con que me divertían mucho sus actuaciones -cuando bailaba y hacía algunos gestos que ruborizarían a su amigo Prince– y las chicas a las que intentaba conquistar en los vídeos. Por si fuera poca penitencia, he visto varias veces su versión de ‘El mago de Oz‘, con Diana Ross, y el fantástico corto ‘Capitán Eo‘, en los parques de Disney. Ahora, nunca me verán imitándole los pasos del ‘moon walk’, como hacen tantos fans con resultados inciertos, a veces vestidos tan esperpénticamente como su ídolo.
Era una estrella y ahora es un mito. Durante un tiempo vamos a escuchar y ver de todo, potenciado por la exageración y el sensacionalismo. Familiares peleándose por la custodia de los niños y el dinero porque, pese a sus maltrechas finanzas fruto del despilfarro, algo habrá para repartir -ya se vio a la grúa sacar un lujoso coche de su casa de Los ángeles con el muerto todavía en el depósito-. Tendremos teorías sobre las causas de su muerte, buscando sospechosos de lo que sea, porque lo natural, aunque sea fruto de haberse pasado en todo, no vende tanto. Veremos subastas de objetos y demandas millonarias provenientes de todos los frentes, hasta por parte de acreedores insospechados. Se analizarán sus 51 años de vida, escucharemos declaraciones de numerosos ‘amigos’, aguantaremos fáciles comparaciones con Elvis, Lennon y otros colegas de trágico fin, dejando a un lado a otros que también son o han sido grandes (¿qué dirán de Bob Dylan o Bruce Springsteen, por ejemplo, cuando les toque el turno si el ‘club de grandes’ lo han cerrado ya estos días?). Y seguro que airearán muchos trapos sucios, que es lo que suele ocurrir cuando se acaban los elogios y se tiene espacio, por lo que no dude nadie de que el asunto de la pederastia saldrá sin maquillaje y con tufillo vengativo, así como el compendio de sus torpezas como cuando asomó a su hijo en la ventana del hotel Adlon de Berlín, con toda la alegría paternal del mundo y tuvo que encajar una de las mayores campañas en su contra que se recuerdan.
Pero, como en su nuevo disco, ‘Invincible‘, lo que consiguió como artista en sus años más mozos, lo que marcó para la música, su lado humano y tierno -que a veces se mostraba aunque guardando las distancias por las infecciones- no se lo va a quitar nadie. Es invencible, aunque el precio pagado es que probablemente no tuvo muchos momentos de alegría cuando se apagaban los amplificadores y las luces.
Carlos Núñez