Un conspicuo espécimen de esta corriente es ôLa cosaö, como lo moteja una periodista a la que tengo la costumbre de leer, el soez personaje (tomemos como botón de muestra la carta que ha remitido al socialista Jáuregui sobre el ôaffaireö de Melilla) que esta consiguiendo notables éxitos electorales (donde se presenta le vota bastante gente), a quien la totalidad de la clase política ôhomologadaö dedica toda clase de aspavientos, cuando sólo es la caricatura barata de algo mucho más extendido de lo que resulta conveniente para la buena salud de la democracia.
Una de las características que, según la definición que él mismo hace de su propia política, más atractiva resulta a quienes le votan, es que no ôpierde el tiempo en pamplinasö y se pasa por la entrepierna todos cuantos obstáculos en forma de leyes, normas, reglamentos, etc. se oponen a ôla eficacia de su gestiónö. Lo dice en voz alta y clara y se queda tan ancho. La verdad es que la misma falta de respeto por las leyes, normas y reglamentos (que en un estado de derecho no son ningon obst culo para una gesti¢n eficaz, sino, entre otras cosas, una garant¡a de igualdad de trato para todos los ciudadanos sin excepci¢n), es algo corriente en muchas administraciones de todos los mbitos. Es cierto que no en la forma chulesca y descarada con que lo predica el personaje mencionado, sino, bien al contrario, negando los hechos cada vez que se les da la oportunidad ; pero el «m s o menos», el «tampoco hay que exagerar», el «nadie lo notar «, el «no hay para tanto», el «siempre se ha hecho as¡», el «no hay que ser tan estricto», etc. proliferan en estos mbitos con tanta repetitiva constancia que, incluso, si alguien exige, en uso de sus derechos y defendiendo los de todos, el cumplimiento estricto del reglamento o norma legal que se est vulnerando, es acusado de exceso de celo, normalmente por parte de uno de los partidarios del transgresor, y ‘ste no s¢lo se queda tan ancho, sino que, con harta frecuencia, tiene tal d’ficit de cultura democr tica que ni siquiera tiene conciencia de estar haciendo nada reprobable.
Tambi’n, como parte del mismo proceso de marasmo moral, hay quienes quieren que creamos que s¢lo es verdad lo que se pueda demostrar de forma fehaciente ; si no se puede, no existe. Ello est produciendo una aut’ntica avalancha de profesionales de la oferta oficiosa, o de la amenaza apenas velada, dispuestos a jurar en hebreo que nunca han dicho tal cosa, y quien lo diga se lo est inventando, que permiten a los protagonistas institucionales llamarse andana, desmarcarse de estas cosas , desmentirlas, etc. Incluso si alguien ha grabado la conversaci¢n de forma subrept¡cia, lo onico que para ellos cuenta es la legalidad o ilegalidad con que se haya realizado, no su contenido. Entend monos, no quiero menospreciar con mi comentario las garant¡as jur¡dicas, pero hay quien usa el estado de derecho y sus garant¡as, no como amparo de los derechos de las personas, sino para algo indebido. Aparece as¡ un panorama en el que por un lado est «la verdad» (lo que es real, lo que realmente ha ocurrido) y por otra «la verdad oficial» (s¢lo lo que puede ser demostrado) que promueve amplias zonas de impunidad para el abuso.
Por desgracia es m s f cil meter el dedo en el ojo a quien lo hace de forma esperp’ntica, que al practicante de este talante corrupto «de baja intensidad». Con harta frecuencia la mayor¡a de la clase pol¡tica «homologada» olvida su obligaci¢n moral de defender la democracia con sus hechos de cada d¡a, asumiendo de forma coherente el deber de hacer de ellos un acto pedag¢gico constante, sin dejarse llevar por la conveniencia del hecho electoral. Si no se hace as¡ la gente se reafirma en la vieja idea, propia del sistema caciquil, de que lo que le hace falta es ser amigo de quien manda, incluso de quien podr¡a llegar a mandar (por si acaso), para obtener del favor arbitrario en beneficio propio lo que tendr¡a que ser para todos en igualdad de oportunidades
Jordi Portell
POPULISMO
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