¿Será que los calores estivales desatan instintos raciales atávicos o innatos de tipo esquizofrénico al modo asesino del "étranger" de Camus o, acaso, el subidón climático y lo congénito como argumentos explicativos de las oleadas de este tipo de comportamientos colectivos son sólo hechos casuales y las modas xenófobas y racistas que se adoptan en los países de nuestro primer mundo son un fenómeno sociológico perfectamente estereotipado que obedece a un modelo de desarrollo específico y a su inherente forma de estructurar las sociedades?
Las actitudes de rechazo al foráneo, al que es diferente, posiblemente encuentren su sentido antropológico en el hecho mismo de la socialización, en la extrañeza del hombre frente a su "alter ego" que describiera Ortega, una extrañeza fundamental por cuanto en ella cobran sentido tanto esa socialización como la individualidad. De ahí que cualquier tipo de conducta frente a lo ajeno, instintiva o aprendida, no debe ubicarse más que en el catálogo de actitudes propio de la especie humana, inclusive las relaciones de temor o de desprecio. Por otro lado, el referente de esa alteridad humana se haya en una sociabilidad irrechazable, en una necesidad vital de convivencia. De la misma forma que el hombre necesita de los demás para llegar a ser hombre, está condenado a relacionarse con el resto de voluntades que componen su comunidad. El conflicto, por tanto, siempre es una realidad subyacente en las relaciones sociales. Las comunidades, sociedades, pueblos tratan de sustituirlo en lo posible por un pacto social que determine ciertas pautas mínimas de convivencia. Pero esas comunidades, pueblos, sociedades no se desarrollan en un marco de relaciones estáticas. La dinamicidad de sus relaciones grupales e intergrupales define paradigmas culturales de muy diversa índole de los que surgen, a su vez, potenciales nuevos conflictos y nuevos pactos sociales.
Este análisis maximalista podría servir para explicar (que no justificar) tanto los casos de agresiones racistas de Jaén como de Cataluña ya que, en lo sustancial, el móvil en uno y otro no difieren. Lo que los distingue, por tanto, es el contexto relacional en que se genera el rechazo a la exogamia grupal, a la integración (en ocasiones fusión) de determinados colectivos en el seno del grupo dominante. El enfrentamiento racista de payos y gitanos en nuestro país, por seguir el hilo de los casos de Martos y Mancha Real, es ancestral y en determinados ámbitos (fundamentalmente rurales) obedece a una ordenación tribal de las relaciones grupales que aún se someten a las reglas del duelo. En cambio, los fenómenos de xenofobia y racismo que se están viviendo no sólo en Cataluña sino en cualquier gran área urbana del primer mundo tienen una casuística nueva relacionada con la migración económica en un contexto de general deterioro del modelo de producción industrial, es decir, deterioro económico, ideológico, político, cultural o religioso.
Lo curioso es que en las sociedades llamémoslas modernas determinados grupos están peligrosamente recuperando del pasado formas de conflicto social y medios de resolución conflictual característicos de sociedades menos evolucionadas para hacer frente a problemáticas nuevas y más complejas a través de la instrumentación ideológica o política de esos métodos. O lo que es lo mismo, esos grupos están apostando por una "neotribalización" como paradigma de las relaciones sociales de futuro. En ese modelo barbarizante e involutivo, lamentablemente la ley deja paso a las malas miradas, a la discriminación y a la exclusión, al insulto y, en el peor de los casos, a las algaradas callejeras, a los atentados contra propiedades y personas y a las veladas de "cuchillos largos". Pero a estas alturas, el resultado del enfrentamiento de grupos diferentes nunca debería concluir en victoria dentro del marco del imperio del derecho. Al menos no deberían tolerarse más regímenes de Apartheit, ni tan siquiera el más mínimo amago de pogromo.
La sociedad postindustrial, contrariamente al espíritu de las leyes en que se sustenta, fomenta, sin embargo, la exclusión al generar espacios propicios para el desarrollo de la xenofobia y el racismo. A ello contribuye el darvinismo social que supone la búsqueda del éxito a través de la competitividad egoísta y penaliza el fracaso y que permite que, en esta era de la globalización, la segmentación económico-racial que experimentan muchas ciudades del mundo "civilizado" tipo Londres, París, Bruselas, Berlín o Marsella o cualquier gran urbe norteamericana esté contribuyendo a la institucionalización de auténticos guetos (en el sentido más peyorativo de la acepción) en los que es más que apreciable el trato desigualitario y el rechazo que soportan sus ocupantes dentro de un sistema que formalmente prohibe la discriminación.
Los típicos barrios de negros, hispanos o asiáticos en Estados Unidos tienen sus homólogos en la Europa comunitaria con europeos meridionales, magrebis, turcos y kurdos, indios, gitanos y, más recientemente, con legiones de famélicos procedentes del África subsahariana, Europa del este y Suramérica. Suelen ser zonas de la ciudad económicamente desestructuradas, bolsas de pobreza en que importantes minorías étnicas conviven con desplazado autóctonos. La decadencia general que azota a estos espacios se percibe con facilidad en su estética arquitectónica y personal, en los altos índices de desempleo, delincuencia y drogadicción. La compleja problemática socioeconómica de estos barrios se ve agravada por el hecho de que determinadas minorías se resisten a integrarse (o ser culturalmente fagocitadas) y hacen del gueto un reducto cerrado donde, con exclusividad, practicar su lengua y culto y poner en práctica comportamientos (incluidos vicios, corrupciones, prácticas mafiosas), reglas de convivencia y de autoridad propias de sus lugares de origen basadas en pautas jerárquicas de tipo familiar y grupal distintas a las del individualismo occidental, con las que en no pocas ocasiones choca.
La exclusión hacia las gentes que integran los guetos urbanos no sólo es exógena. Existe una subestratificación social entre los grupos que los componen en función de niveles de estatus simbólicos que tienen que ver más con la antigüedad sobre el solar que con barreras económicas reales. En cierta manera es lo que está sucediendo en Europa con la emigración blanca respecto de otras etnias. En la medida en que el grupo o subgrupo crece (frecuentemente de manera bastante acelerada) y supera los límites del gueto o de una de sus parcelas ficticias (o no tan ficticias) surgen tanto en el exterior (guerra de los velos en Francia) como en su interior (los enfrentamientos de Ca N’Anglada) ese tipo de conflictos interculturales que son terreno abonado para recrear actitudes xenófobas y modelar cabezas de turco a las que hacer responsables de los propios males.
De forma superpuesta a la estratificación social del planeta en mundos o en tercios, nuestras ciudades caminan hacia un proceso de atomización preocupante siguiendo criterios tribales, étnicos y nacionalistas en que, en el fondo, lo que subyace es una desigualdad económica escandalosa y una estrategia de los mejor situados en el sistema por conservar su posición privilegiada. Por ello, los indicadores económicos son la mejor herramienta para medir de la capacidad de rechazo de un pueblo, de un grupo, de una persona frente a sus vecinos. Cuando aquéllos se tuercen siempre es fácil encontrar en el colectivo de enfrente, en el otro un responsable, y mejor cuanto más desposeído y miserable sea, por que más sencillo resultará argumentar su latrocinio sobre lo que consideramos legítimamente nuestro.
Pero ¨Debemos resignarnos y acostumbrarnos a que los vandálicos episodios de Bañolas o Gerona, tan frecuentes en Alemania, los vergonzantes realojos de rumanos en Madrid o las batallas campales de Ca N’Anglada o de Bruselas hace un par de inviernos sean parte de nuestra rutina cotidiana? Desgraciadamente sí. Sí mientras no se combata la descomposición del modelo económico vigente (y con especial prioridad en el ámbito urbanístico) con educación y con principios reales y efectivos de igualdad, principios que moralmente proporciona la norma pero que en la práctica parecen ser patrimonio de la riqueza, de tal forma que, por ejemplo, su alteza real de Marruecos es menos moro que uno de sus súbditos.