Don Atilio Bardellini, profesor de inglés del Colegio Profesional «Ancón», escribe uno de sus pequeños poemas desconocidos. Omnipotente, el silbato de las cinco de la tarde señala el final de la jornada de trabajo. Como de costumbre, don Atilio se encuentra sentado en la mecedora, encarando la puesta del sol, mientras sorbe de vez en vez un vasito de chianti. A la distancia, el sol, poderoso aún, abrillanta la ensenada que le da el nombre al poblado.
Don Atilio se acomoda los anteojos que insisten en resbalársele hasta la punta de la nariz. Su mujer le pregunta si ya quiere merendar. Responde que no todavía. Súbitamente, Atilio hijo hace acto de presencia. Muy orondo, llega a pedir plata. Atilio padre lo maldice entredientes, pero, resignado, saca la billetera y le da unos cuantos billetes. Atilio hijo los cuenta, los guarda en un bolsillo y, sin decir esta boca es mía, se va silbando una canción de moda.
«Porca miseria», masculla don Atilio. No se explica cómo puede haber criado un hijo tan cabeza hueca, tan ingrato, tan fr¡volo y tarambana. Siempre ha tratado de inculcarle, con la palabra y el ejemplo, el aprecio a los libros, a las artes y humanidades. Despu’s de todo, don Atilio es uno de los dos o tres estudiosos con los que cuenta Anc¢n. Su biblioteca particular es una de las mejores de la provincia. Don Atilio ha viajado y le¡do mucho. Y tambi’n, en el piadoso anonimato de sus horas de estudio, ha escrito lo suyo.
Pero las ense_anzas a Atilio joven han ca¡do en saco roto. Todo lo que le interesa al onico hijo var¢n de la familia son las mujeres; para lograr tal fin, viste y actoa como un g¡golo. «Para qu’ diablos se untar tanta brillantina en el pelo… Se creer todo un Elvis Presley en medio de este choler¡o», masculla, despectivo, el desconcertado erudito.
A Atilio joven no le gusta estudiar y su sola ambici¢n es «darle bolsa», segon sus propias palabras, a la que se le ponga enfrente. Fanfarronea que la clave de su ‘xito con las mujeres se debe a su inmensa sonrisa: «Sonrisa de gal n italiano, ya-to-sh «. Sus amigos lo apodan con el t¡tulo de un bolero de moda: «Noches de Boca Grande». Don Atilio, menos rom ntico, le llama simplemente «Bocazas».
En fin, suspirando por no maldecir, don Atilio vuelve a concentrarse en una de las m s constantes pasiones de estos oltimos a_os, sus peque_os poemas desconocidos:
And I already know and am
what I’ll become,
a name
written in the wind
without my blood…
Me lo ha dicho por tel’fono esta ma_ana. Casi no lo puedo creer… ¨Por qu’ a Chal¡ y no a otra? Ella es la primera ancone_a –y espero, la oltima– v¡ctima de esa enfermedad. Y, como las malas noticias vuelan, all en Anc¢n todo el mundo debe estar alborotado.
Soy tambi’n ancone_a. Vine al mundo en el barrio Latacunga. Mi madre, que no confiaba en las obstetras brit nicas de la maternidad de Anc¢n –que se hac¡an llamar ‘matronas’–, quiso que asistiera a mi parto la se_ora Pinita, partera de prestigio y muy solicitada, quien viv¡a en el barrio Manab¡.
Segon me han dicho, mi buena madre tuvo un alumbramiento normal. Nac¡ justo a la siete de la ma_ana de un lunes, cuando la poderosa sirena, conocida como «el pito de Anc¢n» (que pod¡a o¡rse hasta en La Libertad), marcaba el inicio de la jornada de trabajo. Ser por eso que soy una «trabajoadicta», como me dice Israel.
El cuarto donde nac¡ estaba a oscuras, por instrucci¢n de mi madre. Las ventanas se hallaban cubiertas de gruesas cortinas para no permitir el paso de la luz del d¡a. Mi madre hab¡a empezado con los dolores la noche anterior, por lo que mi t¡o Armando hab¡a ido en busca de do_a Pinita a su casa en el barrio Manab¡. Sus hijas le dijeron que no estaba, que hab¡a salido a visitar a una comadre que viv¡a en Prosperidad, una aldea miserable cerca de Anc¢n. Sin perder m s tiempo, mi t¡o Armando se regres¢ al centro de Anc¢n para fletar el taxi de Juli n e ir en busca de la famosa comadrona.
En Prosperidad, montado en el prehist¢rico pontiac del viejo Juli n, mi t¡o Armando, fue, de covacha en covacha, indagando d¢nde viv¡a la comadre de do_a Pinita. Un cholo que trabajaba en la compa_¡a petrolera les dijo que la casa de la comadre se hallaba en las afueras del caser¡o, cerca del cementerio.
El esposo de la comadre era el panteonero, al que evidentemente le gustaba vivir cerca de su trabajo. La casa era como casi todas las covachas de la zona, excluyendo Anc¢n, por supuesto. Estaba construida de ca_abrava y enclavada sobre cuatro estacas de unos dos metros de alto. Gallinas, chivos, cerdos y perros dorm¡an debajo del piso, en tan silenciosa armon¡a que no le pedía favor a la del renombrado para¡so terrenal.
Pasada la medianoche, mi t¡o y do_a Pinita llegaron a mi futuro hogar. La partera trajo un atadito de ropa y una funda con hierbas. Juli n acept¢ un trago de guaro que le ofreci¢ mi t¡o Armando. Algunas vecinas del barrio se hab¡an concentrado en el corredor de la casa. Pero, como hasta las tres o cuatro de la madrugada no hab¡a se_ales de mi esperada irrupci¢n en el exclusivo mbito de la humanidad, todo el mundo se march¢ a dormir.
Tuve una infancia normal y, a veces, hasta feliz. Antes de cumplir los seis a_os, empec’ la primaria en la Escuela Particular de Ni_as «Leonardo W. Berry Nomero 2» (la Nomero 1 era de ni_os), de Anc¢n. De primero a cuarto, fue mi profesora la se_ora Beatriz Ch vez, de quien tengo muy pocos recuerdos, excepto que siempre nos regalaba caramelos los viernes. Al finalizar el cuarto grado, la se_ora Ch vez fue promovida al puesto de directora de la escuela. El quinto y sexto grados, tuve como maestra a la se_ora Luz Ruiz de Alarc¢n. Lo m s importante que aon conservo de ella es el consejo que me dio, y que a la postre segu¡, de emigrar a los Estados Unidos.
«No te quedes aqu¡», me dec¡a. «Lo mejor que te espera en este pa¡s es casarte y tener hijos. Y to est s para cosas mayores».
En ese lejano entonces, no comprend¡a bien sus palabras. Pero ahora s¡ que le estoy agradecida. Sobre todo, por mi hijo Fabi n, que es lo m s importante para m¡. Quise ser madre y lo logr’ sin casarme o ligarme a un hombre. Fabiancito es un hijo planeado, producto de una inseminaci¢n artificial. Su padre fue escogido de un cat logo y no puedo ni quiero revelar su identidad.
Con el dolor del alma, lo he enviado a estudiar al Ecuador. All vive bajo el cuidado de Pen’lope. Creo que, por ahora, es lo mejor para ‘l. Ac , mi trabajo y el ambiente en el que me desenvuelvo no me permiten dedicarle mayor tiempo. Pero pronto estaremos juntos: Pen’lope, Fabiancito y yo. M s aon que la enfermedad de Chal¡ ha cambiado mis planes y ahora pienso retirarme lo m s pronto posible.
Dios m¡o, cu nto lo extra_o. Quiero volver a mi pa¡s, vivir en nuestra casita junto a la playa, verlo crecer. Cuando sea mayorcito podr’ explicarle todo sobre su padre, sobre Chal¡ e Israel, sobre mi relaci¢n con Pen’lope… Pero debo ser cautelosa y paciente. Tengo que esperar. Fabiancito todav¡a no est en edad de entender estas cosas.
Continuar …
Petronio Rafael Cevallos
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