El Viejo Loffredo, «Loffridho», le decían los angloparlantes: ½Loffridho, jodhidho, sufridho, ateridho, rendhidho, malqueridho+, los imitaba él, burlándose del desamor que lo perseguía en los últimos años. Naturalmente, vivía solo, solitario en una casita con corredor, ubicada en Bunker Hill. Desde allí se dominaba (sin dominar) Chinatown y el espeluznante downtown de Los -ngeles. Sin embargo, el Viejo estaba allí, «como puerco en chiquero», según sus propias palabras, rodeado de libros de astrología, cartomancia, numerología y de todas las logias y logías esotéricas posibles. Era el Viejo un contumaz rosacruciano, masón, espiritista, mago, vinolento (Pink Chablis o «pinga sables», como él mismo transnominaba en español, aplicando una paronomasia salaz al vino de su preferencia). Era, además, un gran conversador. El Viejo era un hombre versado en las cosas de éste y todos los mundos. Abogado de profesión, político por conveniencia, ocultista a tiempo parcial, enamorado a sobretiempo, vividor incorregible, jubilado a fuerza de una fingida y prematura vejez. «Juventud», lo bautiz¢, mortalmente ir¢nico, el encantador cantaautor Luciano. «Baby Freddy», autodesign base ‘l, especialmente ante las mujeres que le llevaban sus adictos. Hab¡a emigrado del Ecuador, escapando de la furia de los trabajadores ancone_os. «Vine demasiado viejo a este pa¡s», se lamentaba. Leguleyo, politiquero, obligado por las circunstancias de su forzado trastierro a trabajar en una factor¡a donde hac¡an embutidos. «Me contrataron para proveer el molde de los salchichones», fanfarroneaba. «Pero a ti hace a_os que no se te para, Viejo», se desquitaban sus ac¢litos. «B jate los pantalones, que los calzoncillos van de mi cuenta», refutaba, feroz. Y a_ad¡a: «En mi familia podr haber putas, cabrones y ladrones, ¥pero maricones jam s!». «Entonces to vas a ser el primero, Viejo», conclu¡a el Chino, entre las salvajes risotadas de los Playboys. Hijo de padre italiano y madre ecuatoriana, el Viejo naci¢ en la c lida Guayaquil. Tuvo doce hermanos, la mayor¡a ya fallecidos. Era fluente en las lenguas italiana y francesa. Pero el ingl’s lo hablaba a disgusto. «Ladrido de perro», le llamaba a la insigne lengua de Shakespeare. Mientras que a la lengua anat¢mica, la inefable sin hueso, la defin¡a como un «¢rgano sexual secundario que a veces sirve para conversar». En todo caso, era su lengua espa_ola la que extasiaba a sus amigos y amigotes. Un espa_ol como s¢lo se hablaba en ciertos exclusivos c¡rculos de la «Perla del Pac¡fico». Como buen guayaco, manejaba magistralmente las buenas y las malas palabras. Usualmente les lanzaba la siguiente despedida a los Playboys: «Que los divierta un burro, hijos de la supertriple puta, paridos en burdel, bailando merecumb'». Hab¡a tenido como maestros a los doctores Arroyo del R¡o (vendepatrias verboso) y Arosemena Monroy (dips¢mano lapidario). Ambos, luego de forjar o, m s bien, torcer el esp¡ritu de varias generaciones en el Alma Mater del puerto de Guayaquil, incursionaron en la pol¡tica y se convirtieron, como era de prever, en presidentes de la republiquilla cuyo nombre significa latitud cero. Del primero, aprendi¢ a «hablar con propiedad». Del segundo, se ilustr¢ en el elusivo y parad¢jico arte de ser «sobrio y lapidario». As¡ estaba el Viejo, tambi’n llamado Juventud, admirando una celestial aparici¢n con el nombre de Chal¡ Fabiani. «¨Qu’ pasar en el cielo que andan por aqu¡ los angelitos?», dec¡a, cursi y alcoholizado, indiferente al hecho de que hasta su propio hijo era testigo. As¡ estuvo el Viejo (verde) toda la noche, carreteando a la vedette y acribillando con la indiferencia a David. A aqu’lla le solicitaba la sublime consagraci¢n de un «¢sculo oscuro» o, por lo menos, la de un «osculito». Cuando David y Chal¡ se despidieron, el Viejo se proclam¢ su enamorado eterno y jur¢ «por lo m s santo» que llevar¡a la imagen de Chal¡ «tatuada en el coraz¢n». Ya en la madrugada, el Chino y compa_¡a, no paraban de re¡rse a costa del Viejo que, borracho y embelesado, musitaba: «Chal¡, Chal¡, my love». «¨Quieres remojar el pajarraco, Viejo?», le espet¢ el Chino, como quien pregunta «gustas una taza de caf'». El aludido, babe ndose como un reci’n nacido, repet¡a: «Chal¡, Chal¡, mon petit». «Pinche Viejo est reloco», diagnostic¢ uno de los Playboys. «M¢jate el ojo, Viejo», dec¡ale el Chino, una vez en marcha por las impodicas calles de Los -ngeles. El gremlin, el auto del Chino, estaba pintado con los colores de la bandera del T¡o Sam. La polic¡a angelina, famosa por su dureza con los hispanos, lo dejaba hacer y deshacer en nombre del patriotismo y la libertad de expresi¢n. Imag¡nate al Chino, con su pinta de luchador de sumo y con su libido de s tiro sobrealimentado y supermundano, cobijado bajo la rodante bandera del pa¡s «m s poderoso de la Tierra». El Chino iba y ven¡a, sub¡a y bajaba, arropado en la stars and stripes, como Pedro por su casa. No en balde era todo un peque_o burgu’s respetable, propietario de un establecimiento donde se expend¡a comida mexicana, en el coraz¢n del valle de San Fernando, a unos pasos de la esquina de las calles Victory y Van Nuys. Todos los mi’rcoles en la noche, los pachucos sacaban a exhibir sus carrozas a todo lo largo y ancho del bulevar Van Nuys. Y el Chino exhib¡a su gremlin enteramente pintado con el glorioso l baro. David Loffredo lo despreciaba cordialmente y, de vez en vez, algon estudiante de la gran Iberoam’rica –poco afecto a la gran naci¢n de «la leche y la miel»– lo recriminaba cidamente. Pero ‘stas eran «peque_as g_evadas» para el gran navegador de las aguas edulcoradas –con un distintivo y penetrante olor a jazm¡n– de las madrugadas en el «Pueblo de Nuestra Se_ora de Los -ngeles». Ahora el gremlin va atestado –el Pelado, Pinole, Vietnam, el Enfermito, Cesitar y –desde luego, como reliquia– el Viejo. (La pandilla era m s numerosa y sus miembros ten¡an que disputarse el privilegio de salir «a joder» con el Chino. +stos ten¡an sugestivos apodos tales como el Bobo, el Brasileiro, el Caballo, Cuerpo’e Cond¢n, Escupitajo de Bruja, el Franc’s, Goldfinger, Ringo, y varios m s.) Ruedan hacia el bulevar Hollywood. Van en pos de los centenares de hermosas muchachitas que diariamente llegan a la m¡tica «fabrica de sue_os», deslumbradas por la ilusi¢n de convertirse en actrices «ricas y famosas». Por el bulevar Santa M¢nica, al pasar frente al legendario Hollywood Memorial Park, el Chino se santigua, como tiene por costumbre, una docena de veces y dice casi con unci¢n: «Miren, so pajeros, all¡ reposan los huesos del onico rival que el Viejo y yo podremos tener, el braguetabrava Rodolfo Valentino». Continuar … Petronio Rafael Cevallos www.lacultura.com.ar/EcuaYork
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