A su edad, sus canciones sólo podían hablarnos de existencialismo, tristezas y pesimismos varios. A su edad, pocos vencen la timidez para decirlo tan alto, tan claro y tan fuerte. De la introspección a la rabia, Conner Oberst cambia en medio segundo de modulación, interpreta más que canta, vive más que interpreta: vive lo que expresa y expresa lo que vive. La vida misma, vaya, con la carne de gallina en primer plano («The center of the world», sobrecogedor), murmullos que hieren («A songs to pass the time»), esperanzas que nacen y mueren («A scale, a mirror and those indifferent clocks») en brazos de las mejores canciones que uno ha creido escuchar nunca («The movement of a hand», «Arienette»). «Fevers and mirrors» es una jodida obra maestra que te arrastra al ritmo, vivo o mortecino, que Conner marca, dicta, como un domador de esos instintos adolescentes que nos sobreviven dentro, entre apagados y domesticados, pero en ascuas siempre, abrasando cuando menos lo esperas. Posiblemente este compositor deje de ser grande cuando deje de sentir lo que canta y compone, quiz con la edad, dejando de desga_itarse con cada verso. Mientras, sentiremos lo que ‘l siente.
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