Porque Enrique Pacheco fue tan ecuatoriano como otros argentinos entrañables: Corina Parral de Velasco (varias veces ex primera dama de la nación), Horacio el Tanque Romero, Carlitos Raffo, el Tano Spandre y el Tano Liciardi, sólo por dar unos nombres. Tan ecuatoriano como no podrán serlo jamás –ni forzando la esperanza o el optimismo más indomables– muchos que, como yo, han nacido y vivido en ese querido país.
Los vi por primera vez en «Guayaquil vive por ti». Más tarde, luego de la escenificación de «Las bolas de Fortunato», Luis Cisneros me presentó a Enrique y a su esposa Cécill. Habían venido a hacer arte a la tercera ciudad del Ecuador (de ese Ecuador que Enrique quería y extrañaba tanto) y se encontraron que –a pesar de los cientos de miles de ecuatorianos– no había público para teatro. Salvo dos o tres honrosas excepciones (la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo de Nueva York y la Asociación Colomboecuatoriana), el teatro ecuatoriano de esta ciudad –a pesar de la prodigiosa proliferaci¢n de instituciones– es m s hu’rfano que el Lazarillo de Tormes.
Dos a_os hace que se nos fue Enrique Pacheco –luego de haber estado interno desde 1995, primero en el Hospital Elmhurst y, m s tarde, en el Cooler Memorial Hospital. Una vez m s, excepto por la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Nocleo de Nueva York, nadie hoy se da por enterado. Y no es que la memoria de Enrique Pacheco o su viuda, C’cill Villar, lo necesiten. De ninguna manera, no. Simplemente, se lo merecen con creces. Ellos, al igual que los decanos de las letras y el teatro ecuatorianos en este pa¡s, Arturo Montesinos Malo y Paco Villar –respectivamente–, se tienen m s que merecido un harto postergado homenaje que con monto y acumulados intereses les debemos todos los ecuatorianos.
Enrique Pacheco naci¢ en 1913, en Madrid, Espa_a; al a_o de edad fue llevado por su familia a Buenos Aires, Argentina, donde se cri¢ y educ¢. Proviene de una familia de artistas y casi puede decirse que naci¢ en un escenario. Fue un hombre de vasta trayectoria art¡stica, la misma que se extendi¢ por 65 a_os de experiencia en el mundo de la actuaci¢n, habi’ndose consagrado como primer¡simo actor, director y hombre de teatro por antonomasia. A lo largo de su extensa y fruct¡fera vida profesional trabaj¢ con las grandes figuras del teatro mundial, tales como do_a Mar¡a Guerrero, do_a Lola Membrives, Enrique de Rosas, Margarita Xirgu, Paulina Singerman, C’sar Ratti, Pedro L¢pez Largar, Luis Sandrini, Alejandro Flores, Carlos Lemos, Alejandro Casona, Josefina D¡az, Manuel Collado, Mar¡a del Carmen Prendes y muchas otras. Hizo cine, radio y televisi¢n, actuando y dirigiendo en todos los pa¡ses de Am’rica, al igual que en Espa_a.
Estren¢ obras de grandes autores y dict¢ c tedra teatral en Argentina, Chile y en el Ecuador, pa¡s al que lleg¢ en 1950, inaugurando en Quito la Pichincha Play House. Con distintas e importantes compa_¡as, realiz¢ obras tales como «Se_ora ama», «Due_a y se_ora», «La malquerida» y muchas otras de don Jacinto Benavente; «La enemiga» de Dar¡o Nicomedi; «La vida es sue_o» de Calder¢n de la Barca; «La santa virreina» de Jos’ Mar¡a Pem n. Interpret¢ el repertorio completo de los hermanos Joaqu¡n y Seraf¡n -lvarez Quinteros, por ejemplo: «Malvaloca», «-nimo alegre», etc.; «El retrato de Dorian Gray» de Oscar Wilde; «El mercader de Venecia» de William Shakespeare; todo el repertorio de Federico Garc¡a Lorca — «Bodas de sangre», «Do_a Rosita la soltera», etc.–; el repertorio de Alejandro Casona –«Los rboles mueren en pie», «Prohibido suicidarse en primavera», «La barca sin pescador», «Nuestra Natacha», etc.–; «El baile» de Edgar Neville, y much¡simas otras m s.
En 1979 form¢ parte, con C’cill Villar y Pancho Falqu’z, de la tremenda odisea de crear el teatro continuo en Ecuador, con la construcci¢n e inauguraci¢n del Teatro Humoresque, de Guayaquil –de recordada trayectoria– y entra a hacer historia del teatro en ese pa¡s. Luego vendr¡a el Teatro Bol¡var, con una cadena de ‘xitos y, finalmente, el Teatro Candilejas. En 1984 fue nombrado Hombre del A_o, por la Asociaci¢n de Periodistas de Guayaquil. Recibi¢ innumerables premios, distinciones y condecoraciones en varios pa¡ses. En febrero de 1988 fue condecorado por La Casa de la Cultura Ecuatoriana «Benjam¡n Carri¢n», Nocleo de Nueva York, organizaci¢n que auspici¢ varias presentaciones de la obra de F’lix Andrade Mart¡nez, «Made in Guasmo», interpretada por la compa_¡a de comedias C’cill Villar (comedia que cumpl¡a m s de mil representaciones). Con «Made in Guasmo», al Ecuador le correspondi¢ el honor de abrir el Festival Hispanoamericano realizado en la Casa de Espa_a, en conmemoraci¢n de los quinientos a_os del arribo de Col¢n a Am’rica. Enrique Pacheco se mantuvo activo, haciendo presentaciones en el Teatro El Port¢n del Barrio, en Manhattan, hasta febrero de 1995, cuando se vio forzado a retirarse por motivos de salud.
Hace siete a_os, inc¢modo por el esc ndalo alrededor de Lorena y John Bobbitt, escrib¡ «Santa Lorena de Bucay», comedia en dos actos. La obra, desde luego, se basa en el caso de la ecuatoriana m s (afligidamente) c’lebre de todos los tiempos, Lorena Gallo-Bobbitt. Pero el personaje de su t¡o, don Fulvio, se inspir¢ en los papeles que hab¡a visto interpretar a Enrique Pacheco. Don Fulvio es el cl sico viejo gru_¢n, «un adorable cascarrabias» («a lovable son of a ****»), como lo describi¢ un cr¡tico anglosaj¢n. El personaje le quedaba como anillo al dedo a Enrique, quien en la vida real no era muy diferente. Su forma de ser, llana y de convicciones implacables, me recordaba a mi extinto abuelo materno. Es decir que don Fulvio, Enrique Pacheco y mi abuelo eran esos tipos sin pelos en la lengua, que llaman las cosas por su nombre –no los rebuscados, sino los comunes–, los que utiliza el pueblo.
Huelga decir que Enrique represent¢ magistralmente el papel de don Fulvio. En escena daba la impresi¢n de que no le costaba nada actuar. Don Fulvio era ‘l y era tambi’n mi buen abuelo redivivo. Tres individuos distintos en una sola dramatis personae verdadera; profana trinidad que, encarnada en don Fulvio, hac¡a y, sobre todo, dec¡a de las suyas sin importarle que la tildasen de «chabacana» o «malhablada». Con todo el respeto que se merecen los posteriores int’rpretes de don Fulvio, creo que nadie ha logrado superar la soberbia –por lo natural y espont nea– actuaci¢n de Enrique Pacheco en «Santa Lorena de Bucay». Y quienes tuvimos el privilegio de admirarlo, lo recordaremos siempre con una ¡ntima sonrisa de cari_o y gratitud imborrables.
En una visita que le hice cuando aon estaba interno en el Hospital Elmhurst, postrado sobre el lecho del dolor, Enrique rememoraba, nost lgico: «Hace cincuenta a_os llegu’ al Ecuador». La mirada se le hab¡a perdido en los recuerdos. «¥Qu’ tiempos aqu’llos!», exclam¢, mientras se acariciaba la cabeza. Era un gesto caracter¡stico que parec¡a volverlo al presente. Me mir¢ con ojos de quien lo ha visto todo y, sin embargo, aon conserva intactas la ternura y la serenidad. «Yo s’ que hay muchos ecuatorianos que reniegan de su pa¡s», dijo sin dejar de mirarme. «Pero, digan lo que digan, el Ecuador es bello», agreg¢, esperando mi reacci¢n.
Yo nunca he estado en desacuerdo con ‘l. Efra¡n Vera, quien me acompa_aba y que hasta el momento hab¡a permanecido callado, coment¢ que era una l stima que al Ecuador lo hubiesen echado a perder los malos gobiernos; afirm¢ que eran los mismos ecuatorianos los que manten¡an atrasado al pa¡s; que el Ecuador jam s saldr¡a a flote, malbaratando sus recursos, sino cuidando, preparando y puliendo a su poblaci¢n. Enrique asinti¢ con un gesto de la cabeza. «Ten’s raz¢n», dijo y en seguida a_adi¢: «Pero yo quiero regresar al Ecuador. Creo que es la onica manera de curarme».
Todos queremos retornar para curarnos de esa empecinada y dolorosa a_oranza que nos acompa_a por el mundo. Recuerdo a Velasco Ibarra, el m s ecuatoriano de todos, quien pas¢ gran parte de su vida en el exilio y que regres¢ a su patria «a meditar y a morir». Otro ecuatoriano a muerte, el poeta Jorge Enrique Adoum (autor de libros con sugerentes t¡tulos tales como «Ecuador amargo» y «Yo me fui con tu nombre por la Tierra», entre otros), en una entrevista con otro poeta, Jaime Montesinos, luego de repatriarse tras largos a_os de estad¡a en Francia, declaraba que le hac¡a falta el Ecuador y que no pod¡a suplantar esa presencia con los recuerdos de infancia y juventud. Lo dice tambi’n en un poema (no faltaba m s):
Si estuvi’ramos en mi pa¡s podr¡amos
por lo menos llorar, poner un disco, carajear
al gobierno, pero aqu¡ no queda nadie
para darnos de re¡r o de beber en tu velorio…
Por muy lejos que vayamos –o lleguemos– siempre aspiramos a retornar, aunque s¢lo sea «a meditar y a morir» o, por lo menos, a «carajear al gobierno». A prop¢sito, dentro y fuera del escenario, carajear era algo que Enrique hac¡a a la perfecci¢n.
Ahora, despu’s de dos a_os de su muerte en Nueva York, El Ecuador sigue hundi’ndose en la corrupci¢n e indigencia. Ahora, que mi patria est siendo despedazada por la ignominia, no puedo menos que evocar la memoria de un hombre que –como el pueblo que am¢ tanto– luch¢ y se dio por entero, doliente y aferr ndose a la esperanza de que ma_ana ser otro d¡a. Pero hoy es hoy, ma_ana es el futuro. Hoy es el presente y es todo lo que tenemos. El arte es la religi¢n del presente y el artista es el sumo sacerdote de la contemporaneidad; y esto es lo que, como verdadero artista, Enrique Pacheco sigue significando para los que tuvimos la fortuna de conocerlo. Ahora, por ello, lo recordamos, ecuatoriano como el que m s, artista de las tablas y de la vida. Ahora que aon tenemos todo por hacer, especialmente en ese Ecuador, naci¢n en las tablas y de poca vida. Ojal que nuestro pueblo siga el ejemplo de Enrique, lo mismo que el po’tico y no menos valeroso consejo del gran bardo gal’s, Dylan Thomas:
A esas buenas noches sumiso no te marches,
ruge, reb’late, no dejes que la luz se apague…
Petronio Rafael Cevallos