Por otro lado, igual diversidad caracteriza las orientaciones sexuales de estos respetables intelectuales, entre quienes no faltan mujeriegos, hombreriegos y hasta autoproclamados «asexuales»… de ambos sexos. Es evidente que los «gays» superan en número, aunque no necesariamente en calidad, a los «straights». Todo es cuestión de gustos, por supuesto.
En cuanto a atributos sicológicos, el patrón –+o debería decirse la matrona?– continúa siendo la diversidad. Por ejemplo, hay dos o tres que profesan una modestia gandhiana; mientras que, en cambio, hay otros que no se aguantan ni a ellos mismos. Los insoportables, lamentablemente, están en mayoría. Individuos con un ego agobiante, trepadores como papagayos, figurones que aspiran a ser exaltados o que se auto exaltan, perpetrando un extravagante trajín que nada tiene que ver con la literatura. No obstante, antipáticos y simpáticos, todos tienen algo en común: Escriben. Unos, bien; otros, no tanto. Aunque, en honor a la verdad, sólo uno que otro escribe bien. El resto simplemente escribe.
En todo caso, los escritores hisp nicos en esta ciudad conforman una selecta aunque heterog’nea ‘lite. A menudo suelen encontrarse en el lanzamiento de un libro, lectura poblica o en algon otro acto cultural. Entre sorbos de vino, eximios y eximias departen, discurseando brillantemente sobre sus recientes logros. (S¢lo el N¢bel les falta a algunos.) Tertulia tras tertulia, como un extra_o coro compuesto de autoalabanzas unipersonales, estos soliloquios gregarios l nguidamente se elevan hacia el castigado firmamento neoyorquino. Adem s, no hay que olvidar que, entre firmar aut¢grafos y posar para las c maras, la comunicaci¢n no es f cil. O, como dice alguien por ah¡, no hay que ser escritor para adolecer de vedettismo.
Efectivamente, historias espeluznantes circulan sobre fotos, tomadas con luminarias de las letras, que son disputadas peor que trofeos de guerra. Algunos autores tienen por regla invariable fotografiarse exclusivamente con gente m s famosa que ellos. Otros, supersticiosos puntuales, mantienen que les trae mala suerte el renombre de los dem s y s¢lo se toman fotos con individuos menos famosos que ellos (l’ase tambi’n ellas, que no faltan las «divas»). No obstante, retratarse, ya sea junto a vacas sagradas o junto a vacas profanas, no aumenta ni disminuye el talento, y no hace que nadie escriba mejor o peor.
Lo anterior queda magistralmente ilustrado en «Manjet¢n de Santa Plancha», futurista, festivo y tremebundo cuento del colombiano Plinio Garrido. El agonista Manjet¢n es un mocet¢n –no en la acepci¢n biol¢gica sino m s bien emocional–, un aspirante a escritor, que tambi’n alardea de matasiete. Sin embargo, limitaciones son limitaciones. Para camuflarlas, Manjet¢n anda siempre en pos de la foto que le mitigue, aunque s¢lo sea fugazmente, la apabullante anonimia. Por eso no tolera que m¡ster Elber, uno de sus «amigos», se inmortalice posando junto al «Virrey del Pero» (l’ase tambi’n Vargas Llosa). Loco de envidia, el desfotografiado Manjet¢n se las arregla para hacer que desaparezca la ahora legendaria, pero por saecula saeculorum nonata fotograf¡a o «sombra de otra sombra», para decirlo en jerga neoplat¢nica.
Desde luego que estos extremos no se dar¡an nunca en la vida diaria. Muchos escritores (y no escritores) son fotoman¡acos consumados, pero no llegar¡an a tanto. De todos modos, Garrido da la voz de alerta sobre la posibilidad –la verosimilitud, real y palpable, no s¢lo fictiva y literaria– de que estos malhadados casos sucedan (los dioses y las diosas no lo permitan). La moralina (si se le busca tres pies al gato) cae sobre el cuello de todos, inexorablemente, como acerada guillotina: «No mir’is a vuestro alrededor porque es muy probable que Manjet¢n se is vos».
Asimismo, el cuento de Garrido delinea claramente el perfil de un problemita que afecta a legiones de escribas: ¨Qu’ hacer cuando no hay calidad art¡stica? Para un verdadero escritor, el talento no es suficiente. Es un requisito indispensable, s¡; pero, adem s, el escritor precisa poseer una igualmente imprescindible maestr¡a del lenguaje, un acaudalado acervo cultural, excelencia intelectual y sensibilidad privilegiada. Un escritor debe ser un fino catador de libros, seres humanos, vivencias y, en general, experiencia. Todo esto debe ‘l destilar, como un preciado elixir –verbal y vital–, a trav’s de una cosmovisi¢n, coherente y personal, onica en el universo de las letras.
Y +qu’ decir de una inquebrantable disciplina? Los aut’nticos escritores respiran, comen, beben, aman, odian y transpiran en exclusiva funci¢n de su trabajo. Hasta la muerte la convierten en literatura. En otras palabras, para ellos todo es literaturizable. Y quienes se las den de personas o –peor aon– de personalidades– deben andarse con sumo cuidado, puesto que –para bien o mal—, al menor desliz, podr¡an convertirse en personajes. (Si no, hay que pregunt rselo al mism¡simo S¢crates, el mero ruco –v¡a Plat¢n, uno de sus predilectos guaguas putativos– de la filosof¡a occidental, quien hasta hoy –m s de dos mil quinientos a_os m s tarde– continoa siendo caricaturizado nada menos que por uno de sus ilustres contempor neos, el comedi¢grafo Arist¢fanes.)
Cualquier aspirante a cultor de las letras sabe que la literatura es amoral y no tiene prejuicios. El aserto de Oscar Wilde cada vez es m s v lido que nunca: No existe buena o mala literatura, s¢lo textos bien o mal escritos. En este sentido, hasta la basura –por su naturaleza reciclable– es perfectamente rescatable. La literatura y, en general, el arte siempre fueron ecologizantes.
Siendo sutiles procesadores de la m s variada gama de experiencias, las llamadas «vulgaridades» no llaman la atenci¢n de los escritores de casta. De hecho, la falsa, hip¢crita y chauvinista dicotom¡a entre las «buenas» y «malas» palabras, y –por extensi¢n– la «alta» y «baja» cultura, para ellos, es un asunto acad’mico –es decir, est’ril– con el que pierden el tiempo ciertos «pedantones al pa_o», para titularlos en t’rminos de Antonio Machado.
Por oltimo, a diferencia de otras ocupaciones, los verdaderos escritores no tienen horas libres y jam s se jubilan. Todo genuino escritor lleva consigo una despiadada caja negra que lo sobrevivir por los siglos de los siglos. Hoy, despu’s de treinta centurias, seguimos leyendo a Homero, y lo seguir n leyendo generaciones venideras. Respecto a su monumental Hojas de hierba, Whitman dice: «Camarada, ‘ste no es un libro sino un hombre». Es decir que los grandes escritores continoan viviendo en sus obras y es muy posible que no mueran nunca.
Desgraciadamente, como queda ilustrado en «Manjet¢n de Santa Plancha», hay plum¡feros que est n obligados a valerse de recursos extraliterarios para afianzarse como «escritores». No se los puede culpar. No todos son Jaime Montesinos, paradigm tico en su autenticidad, nobleza y sencillez, quien, de remate y como si le hiciese falta, es un estimable poeta y un fino ensayista.
Se ha hablado aqu¡ de una «fauna plum¡fera», transeonte en una megal¢polis o, m s bien, megazool¢gico posfinisecular. Puesto que, en efecto, en este gigantesco parque jur sico coexisten las amebas junto a los semidioses, los dinosaurios junto a los prohombres, los avestruces junto a los arc ngeles. Sin embargo, en los estertores del segundo y albores del tercer milenio respectivamente –en honor, y como para no desentonar, de un zoon hebreo exaltado a deidad–, no todos los hispanoescribientes se ostentan o aspiran a ostentarse como pajarracos del m s pintoresco plumaje. Aqu¡ tambi’n, en la capital literaria y cultural del planeta, integrando una espl’ndida pl’yade y en exclusivo reducto, acampan unos cuantos escritores puros, provenientes de distintos rincones del mundo hisp nico, consagrados –solitaria y solidariamente– a vivir y a escribir… en espa_ol.
Petronio Rafael Cevallos