Iré al grano: El comportamiento incivilizado de algunos de sus «ciudadanos», quienes parecen tener perros sólo por el prurito de sacarlos a cumplir con natura en plena acera o en parques. En Nueva York no hay lugar público (plaza, parque, calle) que no tenga como adorno «natural» unas cuantas muestras de excremento canino (de perro o perra, que para el caso el sexo no importa).
Entiendo que las suculentas plastas constituyen una suerte de homenaje que, a través de sus cuadrúpedas mascotas, los generosos amos bípedos le rinden a la ciudad. Las epicúreas ofrendas, al ser pisadas por desprevenidos peatones, se prolongan, espléndidas, hasta que duran en las suelas de los agraciados. Dicen que «pisar **** trae buena suerte». Los neoyorquinos debemos sentirnos, pues, extremadamente afortunados.
Quiero aclarar que no tengo nada contra los perros. Lo contrario, puesto que desde mi temprana infancia he disfrutado de la compañía de varios gallardos ejemplares del género de los cánidos. A guisa de breve testimonio, perm¡taseme recordar sus nombres y caracter¡sticas m s conspicuas: Timoshenko, peludo y juguet¢n; Princesa, atildada y fiel; Ringo, orej¢n y temerario; Patuch¡n, chiquito y soberbio (como tantos retacos); Shungui, azabache e inquieta; Oso (alias Huevos), «dotado de una inteligencia que muchos humanos envidiar¡an». Para m¡, un perro es algo m s que una mascota; por ello, jam s lo sacar¡a a cumplir sus necesidades a un lugar poblico. Eso ser¡a una falta de respeto. Para el perro, para m¡ y para los dem s. No, no tengo nada contra los perros sino contra sus irresponsables due_os. Especialmente contra aqu’llos que demuestran ser menos inteligentes que sus mascotas.
El proceder de estos «amos», aparte de revelar el nivel de conciencia o, ser¡a mejor decir, inconsciencia del que «gozan» (tanto as¡ que no me atrevo llamarlos «cong’neres»), est tambi’n conectado con una actitud generalizada entre estos homo sapiens (que de sapiens tienen muy poco), la desidia. He visto ni_os, al igual que ancianos, para no mencionar adultos de todas las edades, que muy desenfadadamente reparten a diestra y siniestra todo lo que estiman desechable.
Tambi’n hay otros ilustres miembros de una especial¡sima «subespecie» que, como dice la canci¢n de Serrat, van «a cagar a casa de otra gente». O sea que estos ilustres subespec¡menes salen de su casita con el exclusivo prop¢sito de emponzo_ar el mundo. Como mudos y elocuentes testigos de su aguerrido paso, uno puede encontrar montones de envases de cerveza y otras bebidas (que no s¢lo se molestan en tirar sino, adem s, en romper), colillas de cigarrillos, condones, toallas sanitarias, cad veres, uno que otro feto humano, ni_os reci’n nacidos y otros cuerpos (muertos, moribundos y hasta vivos).
Y que no se me escapen los fumadores (de substancias legales e «ilegales»); muy espec¡ficamente aqu’llos que fuman en espacios cerrados sin importarles que dicho espacio sea compartido por otro(s). Estos malos vecinos no son menos irresponsables que los que contaminan a trav’s de sus perros. El humo de segunda mano es letal; en otras palabras, el humo compartido casi infaliblemente deviene en enfermedad compartida. La irreprimible «generosidad» de los fumadores deber¡a entonces ser recompensada con severas multas de agradecimiento y, por qu’ no, con unas merecidas vacaciones… tras las rejas.
Parece incre¡ble que todav¡a en este tiempo de ascendente y expansiva conciencia ecol¢gica exista gente que no entienda que sus viviendas –y hasta sus ¡nfimas intimidades– est n interrelacionadas, inexorablemente, con el mundo exterior. Cito como ejemplo a aquella distinguida se_ora que, para mantener su casa limpia, le echaba la basura a la familia del piso inferior; o a los no menos se_oriales burgueses que muy urbanamente se amurallan de la miseria circundante en sus apertrechadas fortalezas residenciales. Gente as¡ ignora que el hogar es algo m s que las paredes que separan una vivienda de otra. En este vapuleado mundo aon respiran billonadas de individuos que no se han dado cuenta de que el apartamento es parte del edificio, que el edificio es parte del vecindario, que el vecindario es parte de la ciudad, que la ciudad es parte del pa¡s, que el pa¡s es parte del planeta. En suma, que el domicilio no es otro que la Tierra. Quien ensucie irresponsablemente, dentro o fuera de donde vive, est envenenando la Tierra; es decir, su propio hogar.
(Por supuesto que existen las excepciones. En Nueva York –s¡, aqu¡ en el Nueva York trasmundista– hay gente que vive literalmente «en la inmundicia». Para este tipo de humanidad, mirar por la ventana o, mejor aon, salir de la pocilga, ya es de suyo un progreso.)
En suma, como algunos de nuestros «vecinos», b¡pedos o cuadropedos mentales, son incapaces de comprender razonamientos, no queda otra alternativa que invocar la fuerza. La fuerza de la ley. Los perros que contaminan las calles y cualquier lugar poblico son exclusiva responsabilidad de sus respectivos due_os. El perro (literal y figurado) de cada uno debe ser controlado y mantenido limpio. Atenci¢n, due_os de perros; atenci¢n, perros descarriados, hay que recoger los excrementos de sus mascotas; hay que recoger las «mascotas» de sus excrementos. Atenci¢n, se_or alcalde y dem s autoridades competentes, ustedes tambi’n deben tomar cartas en el asunto. Hay que reforzar estrictas normas de limpieza. Si bien es muy cierto que el aseo de la urbe es primordialmente trabajo de cada uno de sus habitantes, tambi’n es mucha verdad que las autoridades deben mantenerse vigilantes y hacer que la ley se cumpla, no s¢lo en ciertos vecindarios «privilegiados», sino en toda la ciudad.
Petronio Rafael Cevallos
EcuaYork@worldnet.att.net