Poco antes de las 9:00 (EST), hora local en Nueva York, un avión pequeño se estrellaba contra una de las Torres Gemelas; y, apenas 18 minutos después, un Boeing 767 enfilaba directamente contra la segunda y destruía su parte superior. En menos de dos horas, ambos edificios se desplomarían, uno tras otro, como un castillo de naipes. A estos dos primeros atentados seguiría un tercero: un avión que también se estrellaría contra un ala del Pentágono, principal santuario militar de Occidente, ubicado en Washington D. C.
Vivo cerca del Bajo Manhattan, donde hasta esta mañana se erguían las Torres Gemelas del World Trade Center. Desde mi ventana podía verse la inmensa y siniestra humareda, elevándose hacia el brillante firmamento neoyorquino. Junto a mi familia, desconcertados todos, mirábamos también las imágenes que se repetían en la televisión. Escenas terribles, como las de personas lanzándose al vacío, canjeando una muerte segura por otra igual de segura, en vertiginosa caída libre hasta el pavimento. Mi mente, aturdida, asociaba estas im genes con reminiscencias de los suicidas que se arrojaban por las ventanas, para escapar de la quiebra, en la gran depresi¢n de 1929; y, adem s, con los pavorosos hongos expansivos, ascendiendo hacia el cielo –como gigantescos frutos mal’ficos–, tras el bombardeo at¢mico sobre Hiroshima y Nagasaki en 1945.
Los Estados Unidos, el gran l¡der del mundo occidental, cuya historia se ufana de haber peleado sus numerosas guerras –fuera de la Guerra Civil– en otros pa¡ses, ahora las sent¡a todas juntas en carne propia, de golpe y porrazo, en todo su espanto inenarrable y en toda su terrible fuerza destructora. Han sido golpes certeros, claves, demoledores. Verdaderos mazazos c¢smicos, llenos de furor telorico, de odio sobrehumano que, sincronizada y mete¢ricamente, han impactado el alma y el cuerpo de esta naci¢n. Sus s¡mbolos m s conspicuos, de poder¡o econ¢mico y poder¡o militar, han sido profanados. El primero, derrumbado hasta las cenizas; el otro, parcialmente destruido. El mensaje de estos ataques es claro, contundente, brutal.
Hollywood envidiar por siempre esta superproducci¢n en vivo –impecablemente montada este aciago d¡a de Marte– y con audiencia mundial. +sta es una ‘pica de la estupidez humana, un eternometraje con actores y extras que mueren de verdad, para probar que la muerte es la suprema, muy por encima de todas las supremac¡as que nos agobian. Un King Kong transfigurado en kamizakis y una Godzilla transmutada en saetas de la venganza han saltado de la pantalla grande a la pantalla chica, de la ficci¢n a la realidad y han arrasado con el Oscar, desde producci¢n y direcci¢n hasta efectos especiales. Los codiciados ratings son insuperables. Nos ha madrugado un Halloween en aterrador tecnicolor –con sus m scaras y disfraces del Abismo, con su fonebre «trick or treat»–, alucinantemente v¡vido y multidimensional.
Ha sido el m s infernal de los d¡as que me ha tocado vivir. A nadie le cabe la menor duda de que esta monstruosa agresi¢n es una vindicaci¢n, con financiamiento opulento, larga y milim’tricamente planeada, y eficientemente ejecutada. Los sospechosos ser n muchos, pero +cu ntos ser n los culpables? ¨Qui’nes? Mis preguntas no buscan especular si se trata de un complot internacional orquestado por pa¡ses y grupos fundamentalistas musulmanes, o si se trata de un autoatentado a cargo de milicias de la autoproclamada Supremacia Blanca (acantonadas en zonas rurales de este pa¡s). De ninguna manera se trata aqu¡ de buscar –reales o potenciales– chivos expiatorios.
M s bien busco una reflexi¢n que le instile algon sentido a toda esta demencia. Acaso todos tengamos algon grado de culpabilidad. Hasta ayer la violencia, perpetrada contra tantos otros en tantas partes del mundo, la contempl bamos, imp vidos, en los noticieros televisivos o la le¡amos, ficticiamente a salvo, en la privacidad de nuestro h bitat. Hoy la violencia, sistem tica y a gran escala, ha profanado nuestro propio hogar, nativo o adoptado –como en mi caso. Hoy la guerra, que cre¡amos ajena y lejana, ha llegado a visitarnos. +Acaso nosotros mismos, a fuerza de ignorarla, no la hayamos invitado?
Por el momento y en medio de la desolaci¢n que nos embarga a los habitantes de la m s importante y –a partir de hoy– m s tr gica ciudad de la Tierra, vienen a mi mente las palabras de Dar¡o Fo, dramaturgo italiano –premio N¢bel de literatura en 1997–: «Se nos hiela el coraz¢n cuando vemos el crecimiento del movimiento contestatario mundial, profundamente pac¡fico, al que el poder trata de arrastrar al campo que m s le conviene, el de la violencia».
La prepotencia e irracionalidad de la llamada globalizaci¢n, como un bumer n apocal¡ptico, ha vuelto a su punto de partida, marcando as¡ un dantesco y fat¡dico c¡rculo pernicioso. De aqu¡, estoy seguro, volver a dispararse, ciega de rabia y sedienta de m s sangre, una vez m s repitiendo el ciclo de explotaci¢n, devastaci¢n y muerte. Que nos perdonen, si pueden, las miles de v¡ctimas inocentes de esta barbarie ignominiosa. Que nuestros hijos se apiaden de nosotros. De aqu¡ en adelante, nada ni nadie ser igual en este desde hoy ex Hogar de los Bravos y hasta s¢lo esta ma_ana –que empezaba tan radiante– Tierra de los Libres.
Petronio Rafael Cevallos