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Cultura

OSCULO OSCURO IX

escrito por Jose Escribano 4 de enero de 2001
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248

«Así es, doña Luchita; ya tiene más de un año por allá».

«No me diga. +Y qué pasó con sus estudios y su carrera de cantante? Qué pena que los haya dejado…»

«Es que mi Chalí no estaba conforme acá; nunca le satisfizo la situación en nuestro país, ambicionaba otras cosas, usted sabe…»

«Sí, pues, es que por allá están los dólares…»

«Para mi Chalí no era tanto eso, sino la opción de tener más y mejores oportunidades de realizar sus sueños, de probar lo que realmente vale. Eso aquí es bastante difícil de hacer. Mi Chalí siempre tuvo sus propios sueños, y, como se ha visto hasta el hartazgo, éste no es país para soñadores».

_________________________

Después de mi número, Pili y yo fuimos un rato al bar. Al cabo de unos minutos de estar allí, una mujer vino a hablarnos. Nos convidó a una copa y fuimos a sentarnos a la mesa con dos tipos que andaban con ella. Luego de unos tragos, la mujer nos invitó a su departamento.

Era un sitio peque_o y con ambiente femenino. Estuvimos escuchando mosica, charlando y bailando. Pili fue al ba_o y uno de los tipos empez¢ a sobrepasarse conmigo. El tipo se me acerc¢ demasiado, intentando abrazarme. Mentalmente rec’ para que Pili regresara pronto del ba_o. El tipo me ofreci¢ otro trago y yo, que ya reventaba, le dije que no, gracias.

Pero ‘l insist¡a en brindar «por el placer» de haberme conocido. La mujer que nos hab¡a invitado se excus¢ y fue a encerrarse con el otro tipo en su dormitorio. Qued’ a merced de mi acosador. Le ped¡ un trago, por quit rmelo de encima. Tuvo que ir al bar a buscarlo. Mientras me bajaba y alisaba el vestido, o¡ el tintineo de los cubitos de hielo chocando contra el cristal de los vasos. Pero, no bien regres¢ con los tragos, reanud¢ al ataque.

El tipo era un pulpo. Iba a resultar dif¡cil escap rmele. Le ped¡ que por favor se calmara, que me dejara entrar en confianza, que me permitiera tomar mi tiempo, que no me gustaban las cosas forzadas, que fuera paciente. Razonamientos inotiles. Sigui¢ tratando de besarme, y yo tratando de apaciguarlo. Al no poder besarme en la boca, me mordisqueaba la nuca, el cuello y, luego, los hombros. Al mismo tiempo, me hab¡a levantado nuevamente el vestido, con una mano, buscando bajarme los panties. Con la otra, trataba de sobarme los senos. Al tipo le faltaban manos. Pili apareci¢, providencialmente, sonri’ndonos con picard¡a.

«+Interrumpo algo?», fingi¢ inocencia. «De ser as¡, me voy y los dejo solitos. Veo que ustedes no pierden el tiempo».

Mis ojos debieron asustarla, ya que de inmediato se sent¢. El tipo se volvi¢ hacia ella, mir ndola con codicia. Pili lo devor¢ con la mirada. Ambos se olvidaron de m¡. +l, incapaz de contenerse, se lanz¢ sobre ella. Ella, tentadora y complacida, lo recibi¢ dispuesta al encuentro total. Aprovech’ la oportunidad para escabullirme al ba_o.

Una vez en el ba_o, me mir’ al espejo y, en la imagen que se dibuj¢ en el azogue, cre¡ reconocerme vagamente. Ten¡a los ojos inyectados de sangre. El maquillaje se me estaba chorreando por la cara. Ten¡a el vestido arrugado y roto el corpi_o. Sent¡a que todo daba vueltas a mi alrededor. Inclinada ante el retrete, me incrust’ los dedos en la boca para inducirme a vomitar. Estir’ el brazo izquierdo para alcanzar y abrir la pluma del lavamanos: No quer¡a que me oyeran vomitando. El cuerpo me pesaba una tonelada. Los p rpados se me cerraban, como dos pesadas planchas de concreto.

Luego de vomitar, me lav’ la cara y me enjuagu’ la boca. Sal¡ del ba_o casi a gatas. Al llegar a la sala pude ver, como en un vago y lejano sue_o, c¢mo Pili, con gran dificultad, trataba de ponerle un cond¢n a un pene enorme. Aunando todas las escasas fuerzas que me quedaban, alcanc’ a llegar hasta un sill¢n reclinable y all¡ me desplom’. Mientras me hund¡a en una estupefacci¢n irresistible, o¡a los salvajes gemidos de Pili, cada vez m s distantes y ahogados.

Me despert’ en el piso, completamente desnuda. Pili estaba tirada sobre el sof , desnuda y dormida. Mi atacante seguramente ya se hab¡a marchado. Me dol¡a horriblemente la cabeza. Quise incorporarme y sent¡ que me desgarraba. Algo terriblemente pegajoso se me adher¡a a la parte inferior de las nalgas.

No hab¡a utilizado cond¢n. Estaba m s que segura de que hab¡a sido el tipo de los tent culos. Era evidente que no se hab¡a llenado con Pili y se hab¡a aprovechado de mi inconsciencia. Fui hasta el sof  a tratar de despertar a Pili. No me hizo caso y, murmurando obscenidades, se volte¢ sin abrir los ojos. Pude ver que tambi’n hab¡a sangrado. No era para menos, con el horrendo barreno que la hab¡a horadado. Pero no ten¡a vestigios de semen. El sof  y el piso estaban manchados de sangre. Al tratar de caminar me ard¡a el recto; parec¡a que me lo hubiesen sancochado con  cido, o que me lo hubiesen desfondado con un hierro al rojo vivo.

Anduve perdida toda la ma_ana. Me fui a la playa de Santa M¢nica y me puse a caminar sin sentido. Un vagabundo me pidi¢ dinero y no le hice caso. Vi, como en un sue_o, unos muchachos fumando grifa. Quer¡a llorar pero no pod¡a. Quer¡a morirme. La cabeza segu¡a pes ndome una tonelada. Me sent¡ artificial, superflua, inotil. Las gaviotas sobrevolaban la playa, tenazmente gritando mi dolor.

Heme aqu¡, la hermosa, la irresistible, mu_eca principal del Palacio de las Mu_ecas. De Anc¢n di el gran salto a Los -ngeles. De ese Anc¢n donde los muchachos eran casi todos adictos al placer solitario, o clientes del ‘corral¢n’ –un burdel con forma de coliseo, ubicado en las afueras de La Libertad–, o se apareaban con maricas. De ese Anc¢n donde todos, o casi todos, me deseaban; hab¡a incluso hombres casados que me carreteaban por lo bajo. De Diosa Verde, trofeo de mi infantil Tarz n, pas’ a ser la diva y la diosa del canto nocturno y el amancebamiento furtivo.

Israel, mi bienamado Israel, me persiguen tus palabras: «Si la playa de Anc¢n hablara; si las quebradas y zanjas de Anc¢n tuvieran el don de la palabra; si Mambra pudiera decir algo; si las rocas de Anconcito tuvieran lengua; si la noche que nos cubre y cubrir  a todos, a todos sin excepci¢n, pudiera contar la historia de los ‘mataderos’ de Anc¢n; si los muertos desde sus tumbas o sus mundos testificaran… todo y todos contar¡an lo mismo que aqu¡ se cuenta. Anc¢n, sus zanjas, mataderos y quebradas; Mambra; las rocas de Anconcito; la noche eterna y sus muertos dir¡an en un¡sono coro que es verdad, que Chal¡ Fabiani es el ser m s hermoso que la Tierra ha visto».

Continuar …

Petronio Rafael Cevallos

www.lacultura.com.ar/EcuaYork

Autor

  • JAE
    Jose Escribano

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