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Denuncias

EL SEÑOR DE LAS SOMBRAS DE BOGOTÁ

escrito por Jose Escribano 9 de septiembre de 2002
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168

No ha sido una sorpresa. A pesar de que su
candidatura haya tenido inicialmente una escasa acogida, a partir del
mes de diciembre de 2001 los sondeos electorales han empezado a
presentarlo como el más valorado. El eslogan de su campaña era, «mano
firme y corazón grande». El cartel propagandístico oficial lo presentaba
con la mano derecha sobre el corazón, aunque en la calle se decía que la
tenía allí porque se cansó de tenerla tendida hacia adelante, con la
pose del saludo fascista. Una imagen que circulaba en Internet
complementaba este chiste, enseñando una simple transformación de su
figura en el retrato de Hitler con su típico gesto frente a las masas.

Durante la campaña se ha polemizado sobre su imagen, sobre su historia y
sobre sus propuestas. A pesar de la debilidad y los engaños con que
siempre son difundidas las opiniones críticas hacia el status quo, las
voces de alarma llegaban de sectores significativos de la sociedad. No
se pueda afirmar que el país no supiera de que, votándole, se optaba por
la opción de la derecha, propensa a la solución militar del conflicto
armado; partidaria de las ayudas norteamericanas; cercana a los
defensores del capitalismo neoliberal y en donde la unión y simpatía con
el paramilitarismo y con el narcotráfico aparecen como sombras en el
pasado del candidato. El eje de su discurso ha girado alrededor de la
autoridad y la seguridad, aunque ha sido sazonado con anticorrupción y,
como siempre, con promesas que halagan los oídos de los oprimidos,
aumento de viviendas, escuelas, empleos y centros de salud para los más
pobres, cosas que forman parte de la minuta irrenunciable de cualquiera
campaña electoral.

En las últimas semanas de campaña, en las calles de las principales
ciudades colombianas ha circulado, a precio popular, una biografía del
candidato que refería de forma apresurada, sus orígenes más
preocupantes. Fueron reveladas las relaciones de su familia con el
narcotráfico tal como los favores que había devuelto a los cárteles de
la droga y, sobre todo, sus simpatías y sus ayudas a la estrategia
paramilitar del Estado, por añadidura su amistad con los principales
protagonistas y proveedores de fondos de los escuadrones de la muerte;
además se reveló su papel de promotor -durante su mandato en el
departamento de Antioquia [1995-1997]- de una forma de paramilitarismo
legalizado, como han sido las Cooperativas de Seguridad, paradójicamente
llamadas Convivir. Esta biografía, escrita por un corresponsal de
Newsweek, Joseph Contreras, ha elegido el subtitulo, entre paréntesis,
«El Dios de las Sombras».

Sin embargo, estas alarmas no han producido ningún efecto sobre el
veredicto democrático expresado por las urnas. Los sondeos de opinión
han podido confirmar que sus métodos fueron científicos y los analistas
políticos han abundado en discursos que enseñan como la sociedad
colombiana está convencida de un modelo en que la autoridad del Estado
se debe imponer sobre los violentos para que la democracia pueda
funcionar.

No hay duda que, independientemente de las lecturas que se hagan, la
realidad de la violencia condiciona desde hace muchos años la política
en Colombia. Cuando Andrés Pastrana triunfó, en las elecciones del 1998,
no pocos analistas afirmaron que el triunfo lo debía al líder
guerrillero de los FARC, Manuel Marulanda, que dijo que era más fácil
firmar la paz con Pastrana antes que con el candidato liberal Horacio
Serpa, confirmado como un negociador tramposo. El país estaba ansioso de
paz, después de un cuatrienio como el del gobierno Samper [1994-98], en
el cual no hubo negociación formal con la guerrilla. Pero la sonora
quiebra del proceso de paz de Pastrana [1998-2002] ha llevado a muchos
analistas a afirmar que, esta vez, habría vencido las elecciones quien
fuera apoyado por los paramilitares. Y así ha sido.

Quien busca de interpretar la lógica simple y pragmática que orienta las
decisiones de las grandes masas piensa que razonan más o menos así, si
el camino del diálogo no ha funcionado, para acabar con esta violencia
asfixiante hace falta emprender el camino de la mano dura, [aunque
comporte el sacrificio de muchas vidas], para llegar pronto a una
reconciliación.

Se necesita tener en cuenta que en Colombia actualmente hay al menos 3
millones de refugiados reconocidos y quizás muchos otros millones no
reconocidos; qué desde hace 15 años hay entre 70 y 90 muertes violentas
al año por cada 100.000 habitantes [en los últimos años esto significa
cifras cercanas a 30.000 asesinatos al año] y que de estas un tercio, es
causado por el conflicto social y político; qué el país tiene 4.000
desaparecidos, que van en aumento cada año por centenares; qué todas las
provincias tienen amplias zonas rurales casi despobladas a causa de la
violencia y que casi todo el territorio nacional es considerado zona de
conflicto.

Ciertamente, para entender la política en Colombia es necesario
comprender el conflicto armado, paro hacerlo implica adentrarse en el
laberinto de sus diversas opciones, conformadas por las presiones de los
grandes poderes mundiales que se enfrentan en este microcosmos. Entre
estos grandes poderes está el de los medios de comunicación, que produce
titulares para el consumo mundial de los que, a veces, es casi imposible
librarse.

La imagen del conflicto colombiano que ha sido vendida al mundo es la
del clásico choque entre dos demonios que quieren eliminarse
recíprocamente, pero que cometen el gran pecado de usar como escudo a la
sociedad civil, que no tiene ningún interés en este conflicto y es
víctima inocente de la locura infernal de los violento. Estos dos
demonios son la guerrilla y los paramilitares. El Estado quiere proteger
su sociedad civil de esta guerra absurda, pero sus medios están tan
limitados, con respecto a los de los violentos que se alimentan de
exorbitantes riquezas del narcotráfico, que se hace necesaria la
solidaridad internacional, hace falta que ésta intervenga incluso
militarmente en la solución del conflicto, puesto que está por medio el
delito internacional de narcotráfico, fundido con el de terrorismo.

Esta visión penetra hasta en los sectores teóricamente más preparadas a
resistirse, como los especialistas de Colombia en otros países. En
noviembre del 2000 se han reunido en París 30 intelectuales europeos de
gran prestigio, todos estudiosos de la problemática colombiana, y han
firmado un comunicado en el que el conflicto armado fue definido como
una guerra contra la sociedad.

Me pregunto de qué manera estos intelectuales colombianistas se
alimentan de informaciones y elementos de análisis y hace falta señalar
con tristeza lo difícil que es encontrar fuentes que les permitan llegar
a conclusiones diferentes. (…) Cuando este debate asciende a niveles
más serios, se centra sobre el problema de los métodos de lucha. Nadie
puede negar que los métodos utilizados por las guerrillas colombianas
sean métodos repugnantes. Entre estos se cuentan el secuestro de
personas adineradas para extorsionarlas, el empleo de armas artesanales
que producen efectos difíciles de controlar – como las bombonas de gas
llenas de explosivo -, el sabotaje o la destrucción de elementos
neurálgicos de la economía, el ataque a muchas personas que no son
combatientes. Muchas normas del Derecho Humanitario son ignoradas de
manera sistemática.

Sin embargo, el problema no se soluciona de forma simplista, tal como
parecen afrontarlo muchos gobiernos y mediadores internacionales,
inclusos expertos de las Naciones Unidas. Muchos creen que una
negociación de paz deba comportar la conversión de las guerrillas en una
fuerza política y que el gobierno debe facilitar su participación en las
elecciones, para que se reinserten en la democracia. Ciertamente las
guerrillas no identifican democracia con elecciones, sino con
estructuras económicas y sociales no discriminatorias, y ya hay en su
historia algunas tentativas de participación electoral, cuyos limitados
éxitos han sido ahogados por la sangre y bloqueados por el fraude.
Nosotros que registramos día tras día casos de violencia, sabemos muy
bien que aquí son asesinados no los que han elegido la lucha armada sino
los que sueñan con otro modelo de sociedad, menos inhumana. Sólo un
pequeño porcentaje de las muertes violentos de carácter político
concierne a combatientes. La inmensa mayoría de las víctimas no ha
manejado nunca un arma.

Desde fuera es fácil usar el eslogan que la población civil es excluida
por la guerra, si se piensa, como los estudiosos sobre Colombia de
París, que esta guerra es extraña a la sociedad… [y] contra la
sociedad. Sin embargo, se corre así el riesgo de prescribir remedios
para el SIDA que sirven contra el cáncer. Otros análisis nos demuestran
que esta guerra ha sido concebida, desde sus orígenes y desde ambas
orillas como una guerra que tiene que implicar progresivamente a toda la
sociedad, con el riesgo de perder toda su lógica y su sentido.

Javier Giraldo es un religioso, desde siempre implicado en las batallas
sociales. Este ensayo está incluido en el número 79/80 de
«Latinoamerica».

www.giannimina-latinoamerica.it

Colombia: Paramilitares legalizados (II)
Álvaro Uribe, el hombre de los paramilitares

Los autores de este artículo, investigadores y trabajadores sociales
colombianos, han decidido no firmarlo, por motivos de seguridad
personal.

Traducción de Sodepaz. España, agosto del 2002.

Autor

  • JAE
    Jose Escribano

    Responsable de Contenidos en Informativos.Net

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