Baños es un hermoso pueblo que sueña colgado en la entrada a la selva ecuatoriana. Entrar a Baños equivale a soñar despierto. El paisaje de la zona magistralmente recopila elementos de la serranía y la jungla. Bosques de olorosos eucaliptos se alternan con los de perfumadas acacias. Los abetos crecen no muy lejos de las orquídeas. La silueta de los macizos andinos se suaviza en la puerta del bosque tropical lluvioso. El clima de Baños es perfecto: templado y primaveral. Si la poesía vive en algún sitio, ese sitio es Baños. De mil amores yo viviría en Baños. Caminaría de sol a sol, envuelto en el aire andino, por los senderos floridos junto a los ríos que bajan de la alta cordillera. Caminaría de luna a luna, envuelto en poesía, contemplando el reflejo de las estrellas en las nieves eternas. Caminaría de sueño en sueño, envuelto en sueños, escuchando el susurro de las cigarras guarecidas entre el follaje. Baños fue creado para el gozo y la inspiración de los poetas.
(Curiosamente, d¡as m s tarde, los veinte mil habitantes de Ba_os ser¡an evacuados por el ej’rcito, debido a la inminente erupci¢n del aleda_o volc n Tungurahua. Mientras escrib¡a estas l¡neas, ese hermoso lugar y sus comarcas circundantes todav¡a continuaban deshabitados.)
Nos alojamos en una mansi¢n exc’ntrica y hospitalaria, como su due_o Guido Mera (m’dico y escritor, a lo Chejov). Esta singular casona parece haber sido construida por un arquitecto delirante: tiene una torre, redonda y alta, a la que se asciende por una escalera sinuosa (y peligrosa, especialmente si se baja por ella con unos tragos encima) que remata en una discoteca llamada «La Pe_a de la Confraternidad». Este original albergue cuenta, adem s, con una piscina puertas adentro, a la que desciende una interminable resbaladera que, en caracol, viene desde la misma discoteca. Guido Mera, para acabarnos de desconcertar, se desliz¢ por ella y, ante nuestro espanto, se detuvo antes de caer en la piscina … que no ten¡a una sola gota de agua.
Por la tarde, despu’s del almuerzo, realizamos un peregrinaje a El Pail¢n del Diablo, port¢n de la selva Amaz¢nica. Caminamos por un trek digno de aut’nticos exploradores y guerrilleros. Odisea homeda y extenuante, que a P¡a Solines por poco le provoc¢ un infarto. Aunque –segon nos explic¢ nuestro din mico y bien informado gu¡a, Guido Calder¢n–, en una escala de diez, el tortuoso y escarpado trek s¢lo llegaba a dos. (¥Uno de tres simplemente nos aniquilaba!) En la noche, luego de cenar, muertos y medio de cansancio, nos congregamos en la «Pe_a de la Confraternidad». Esa noche la poes¡a descansa. Adem s, hab¡a que bajar las escaleras. O podr¡amos terminar en el fondo de una piscina vac¡a.
Al otro d¡a, temprano, salimos a caminar. Tal como hace treinta a_os, cuando ni_o, lo hab¡a hecho junto a otros escolares en gira por el pa¡s. Ya no est , como entonces, el a_ejo arbol¢n de fronda lujuriante –un rbol de aguacate– bajo cuya sombra Juan Montalvo sol¡a sentarse a leer, escribir o, simplemente, a meditar. Juan Mar¡a Montalvo Fiallos hab¡a nacido en Ambato, una ciudad cercana a Ba_os, el d¡a 13 de abril de 1832. Escritor, polemista, «el m s grande ensayista hispanoamericano del siglo XIX». Combati¢ a los gobiernos tir nicos, dictatoriales, corruptos; por lo que fue perseguido y desterrado de su patria –a Ipiales, Colombia, y Par¡s, en varias ocasiones. En esta oltima ciudad, en uno de sus destierros, muere el 17 de Enero de 1889.
Montalvo acostumbraba a pasar vacaciones en Ba_os. Qui’n sabe si de sus caminatas por esos alrededores id¡licos o junto al robusto tallo de aquel rbol –que ya no est — se concibieron Los cap¡tulos que le olvidaron a Cervantes, Las catilinarias, El cosmopolita, El espectador, Mercurial eclesi stica o la Geometr¡a moral. Y, como hace tres d’cadas, por unos instantes evoco al sangu¡neo y c ustico polemista, esgrimiendo la pluma como espada. Lo visualizo sentado bajo el aguacate, exuberante, como la prosa neocl sica del ambate_o; la mirada perdida en el infinito, vislumbrando el futuro, que es el presente aciago de esta patria. Junto a ‘l libros y papeles. Junto a ‘l la magn nima soledad de los insobornables.
Ah¡ est Juan Montalvo: la crespa cabellera revuelta, como las turbulentas aguas del Pastaza que corre no muy lejos de all¡, descendiendo de la nieves perpetuas de los Andes, rugiente, «como mil toros heridos». Ah¡ est Juan Montalvo: los ojos negros, profundos y apasionados. Ah¡ est Montalvo –para quien lo quiera ver y o¡r– una eterna ma_ana, trascendiendo la historia. Su pluma forja, furiosa, el hierro tiranicida: para los Garc¡a Morenos y los Veintimillas de siempre. Ah¡ est en pleno duelo con la corrupci¢n, remeciendo, furibundo, la conciencia de generaciones; apostrofando «¥Ay de la juventud que no lucha y se postra ante la injusticia!». Ah¡ est Juan Montalvo –la espalda arrimada al tronco del aguacate–, proselitista y prosista de lenguaje arcaizante. Pero su estilo es lo de menos. Lo que nos importa es su mensaje.
Para los que aon crean en la virtud y la justicia. Para los que no acepten el legado de los «siete vicios». Para los que escriban libros que hagan «llorar al mundo». Para los que rechacen el culto a la mediocridad, el imperio de las «nacionzuelas»… ah¡ est , eterno, invencible, Juan Montalvo.
Al d¡a siguiente, temprano, los dos veh¡culos marchan a Riobamba. Una vez en esta ciudad, almorzamos al aire libre en el jard¡n de la casa de la escritora Gladis Mu_oz. Por la noche, asistimos a la sesi¢n solemne por el D¡a Nacional de la Cultura y los Doscientos A_os del Reasentamiento de la Ciudad de Riobamba, en el Teatro de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Nocleo de Chimborazo. El Teatro estaba abarrotado. Marie-Lise y este servidor hablamos a nombre de la delegaci¢n neoyorquina. Luego del acto, nos congregamos en el Museo de la Casa de la Cultura para una recepci¢n. Antes de regresar al hotel, acepto una gentil invitaci¢n del pianista Pablo Narv ez. Con ‘l vamos al Piano-Bar «El Unicornio», de su propiedad. Fue una adecuada culminaci¢n a un d¡a pleno. En la intimidad de «El Unicornio», por unos preciosos momentos, Pablo nos obsequi¢ la cadencia sonora de su piano prodigioso.
Aprovechamos la ma_ana siguiente para hacer un poco de turismo. Al deambular sin prisa por las estrechas calles (con, l¢gicamente, estrechas aceras) de esta apacible ciudad, me llam¢ la atenci¢n la actitud silenciosa y hasta un tanto hosca de los transeontes. La mayor¡a no pide permiso para pasar, sino que simplemente pasa, empuj ndote si es necesario. O, mejor dicho, ¥empuj ndote inevitablemente!, debido a la imposible estrechez de las aceras. Los ind¡genas andan casi siempre al ritmo de un trotecito apurado y nervioso, generalmente cargados de bultos inmensos. Al segundo empell¢n, ya me convenc¡ de que era ‘sta una singular costumbre riobambe_a. Alertando a mis acompa_antes, empec’ a caminar mirando a todos los lados, particularmente hacia atr s. Apenas ve¡a a alguien, en especial un ind¡gena, acerc ndose en nuestra direcci¢n, daba la voz de alarma: «Peat¢n cargado a la retaguardia» o «Peat¢n a la vanguardia…» Y de inmediato, nos arrim bamos contra la pared.
En la tarde almorzamos en la «Casa de Bol¡var», una construcci¢n colonial, con su tradicional fuente en el patio. En esta casona, ahora transformada en restaurante y sede de la Sociedad Bolivariana de Chimborazo, sol¡a hospedarse Sim¢n Bol¡var cuando pasaba por Riobamba en sus constantes ires y venires por los Andes sudamericanos. El lugar estaba lleno de turistas europeos: alemanes, franceses, holandeses. Nos acomodamos en una de las verandas que miran al patio. En una mesa cercana un grupo de escritores depart¡a alegremente alrededor de unas botellas de p¡lsener.
Curiosamente, cuando ped¡ una orden de granos que incluyera chochos (grano rico en prote¡na), me dijeron que no la serv¡an. Los restaurantes «de categor¡a» en el Ecuador no sirven este excelente plato (salvo contados restaurantes ecuatorianos de Nueva York) representativo de la comida nacional. Javier Vizueta, un mosico que nos acompa_aba, se excus¢ y al cabo de unos minutos regres¢ con una orden de chochos, mote, ma¡z tostado y habas. Para conseguir este delicioso y nutritivo plato, Javier hab¡a tenido que ir al mercado de Riobamba. He aqu¡ una idea, amigos due_os de restaurantes ecuatorianos, a_adan a su meno este plato t¡pico de la dieta interandina. Pero ¥ya!
A las tres de la tarde se dio inicio al S’ptimo Encuentro Nacional y Tercero Internacional de Literatura «Miguel -ngel Le¢n», organizado por la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Nocleo de Chimborazo. El encuentro lleva el nombre de un estimable poeta chimboracense, autor del celebrado poema «Eleg¡a a la raza». Participan Marcela Rivera, Eli’cer C rdenas, Ana Cecilia Blum, Wilman Ord¢_ez, Ana Mar¡a Iza, Manuel Zabala Ruiz, Ariruma Kowi, Sheila Bravo, Xavier Oquendo, Pedro Gil, Luis Yaulema. Nos acompa_an, adem s, Fernando Proa_o, Fabi n Barba, Piedad Zurita, Javier Vizueta, Raol Serrano, entre muchos otros.
Marie-Lise Gazarian (de la Universidad de Saint John, Nueva York) present¢ la ponencia «El aporte del Ecuador a la literatura actual»; Manuel Zabala Ruiz (poeta riobambe_o) ley¢ «La sinestesia en la poes¡a de Miguel -ngel Le¢n»; Jaime Montesinos (poeta, ex presidente de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Nocleo de Nueva York), «Un poeta ecuatoriano dialogando con otro poeta: acercamiento a la novela De otros h’roes de Petronio Rafael Cevallos»; Ana Mar¡a Iza ley¢ «La otil poes¡a sin g’nero ni color»; Sheila Bravo hizo escuchar «La poes¡a como un retorno a lo sagrado»; Petronio Rafael Cevallos, «Neoindigenismo made in New York: aproximaci¢n a la poes¡a de Jaime Montesinos» (que origin¢ un debate); Eli’cer C rdenas (escritor cuencano, autor de la novela Polvo y ceniza) habl¢ sobre «La mujer como personaje en la narrativa ecuatoriana actual»; Miguel Falqu’z-Certain (poeta colombiano) se refiri¢ a «su poes¡a en el marco de la poes¡a del momento»; y Franklin C rdenas y Guido Mera analizaron la poes¡a de esa provincia.
Asimismo, en el marco del encuentro se presentaron dos libros, la antolog¡a po’tica Entre rascacielos: Nueva York en nueve poetas y Ceremonias de amor y otros rituales del poeta riobambe_o Gabriel Cisneros. Luego de esta presentaci¢n y lectura, se llev¢ a cabo un recital de poes¡a er¢tica a cargo de mujeres poetas.
En suma, el encuentro, aparte de escritores e intelectuales, convoc¢ la presencia de artistas, profesores, estudiantes, cr¡ticos, periodistas y lectores en general. Las lecturas mantuvieron un alto nivel de inter’s y suscitaron la participaci¢n de la audiencia. Estos encuentros y sus respectivas lecturas publicas constituyen una gran tradici¢n cultural. He tenido el privilegio de participar en decenas de este tipo de actividades. Yo las veo como ocasiones especial¡simas, onicas, en las que el escritor sale del «closet» y da la cara, no tanto para exhibirse sino m s bien para comunicarse –directamente, de manera textual y extratextual– con otros escritores y, desde luego, con los lectores. Aunque los aut’nticos escritores no sean –o no debieran ser– vedettes ni demagogos, en una lectura poblica se da una circunstancia singular: hace de un trabajo esencialmente solitario, como lo es escribir y leer, una actividad comunitaria, una experiencia est’tica, colectiva y sincr¢nica. Es decir que en una lectura poblica, varios individuos comparten una misma y simult nea espaciotemporalidad cultural condicionada y presidida por la palabra, pero, en esta vez pronunciada en voz alta.
La oltima noche en Riobamba, al finalizar una larga jornada de presentaciones, salgo en busca de los lugares que frecuentaba cuando hace algunos a_os estudiaba en esta apacible ciudad. Como en ese tiempo, Riobamba aon mantiene un ambiente mon stico –fr¡o, silencioso y austero–, acurrucada al pie del Chimborazo, el nevado m s alto del pa¡s, que se yergue 6310 metros y est provisto de dos refugios. (A prop¢sito, en vista de nuestra pobre performance en el trek de «El Pail¢n del Diablo» –especialmente por la reacci¢n card¡aca de P¡a Solines–, la planeada excursi¢n al Chimborazo fue prudentemente cancelada por nuestros anfitriones.)
Chimborazo es una expresi¢n quichua que significa «la nieve de m s all «. All iban grupos de ind¡genas conocidos por su oficio como «los hieleros del Chimborazo» –hasta las altas nieves eternas– a romper grandes bloques de hielo que transportaban para vender en los mercados de Guaranda y Riobamba. Mientras deambulo por esta capital de la provincia de Chimborazo, recuerdo que fue la sede de la Primera Asamblea Nacional Constituyente, en 1830 (luego de disolverse la Gran Colombia), presidida por el poeta guayaquile_o Jos’ Joaqu¡n de Olmedo. +sta es la cuna de gente ilustre. Aqu¡ naci¢ el primer historiador del pa¡s, el padre Juan de Velasco (1727-1819), autor de la Historia del Reino de Quito. Aqu¡ tambi’n naci¢ el ge¢grafo Pedro Vicente Maldonado (1704-1748), cient¡fico del per¡odo colonial.
Riobamba posee varios encantos especiales: la sobria belleza de su paisaje andino, la extrema (casi agresiva) sencillez de su pueblo y la llana arquitectura de sus edificaciones. En mis tiempos de estudiante de teolog¡a, el venerado Obispo de los Indios, Leonidas Proa_o, sol¡a celebrar misa los domingos en una de las m s humildes catedrales del mundo cat¢lico, la de Riobamba, asiento de su di¢cesis. Lleno del aire asc’tico de esta capital moral de la repoblica, antes de volver al hotel, como un acto de fe junto a los desamparados, beb¡ un hirviente canelazo (infusi¢n de canela y aguardiente) en los alrededores de la vieja estaci¢n del tren. Un mendigo me pide un trago y se lo convido. Pido canelazos para todas estas sombras que se arrinconan en una oscura esquina riobambe_a. En esta naci¢n –tradicionalmente gobernada por enanos concientales– los onicos gigantes son sus nevados y volcanes. Los onicos que, como el Guagua Pichincha y el Tungurahua, ante tanta ignominia, reaccionan con bocanadas de fuego y ceniza. Aqu¡, hace casi dos siglos, ese otro gigante, Sim¢n Bol¡var escribi¢ el celeb’rrimo y prof’tico «Mi delirio sobre el Chimborazo». En silencio, invoco a Bol¡var y al Chimborazo. Desde mi propia peque_ez advenediza, me atrevo a brindar con y por aquellos excelsos colosos entra_ables; ambos siempre cercanos y vigilantes –el uno espiritual, el otro corporalmente–, pese al espeso velo de la noche circundante.
Tomado del libro En un pa¡s sin nombre: Retorno a la ‘Mitad del Mundo’
Petronio Rafael Cevallos
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