Antes de terminar el colegio empecé a laburar en una emisora. Allí conocí a varias de las æestrellasÆ de la televisión del país. Eran todos unos atorrantes. Las mujeres se creían la octava maravilla del mundo. Los hombres eran todos unos figurines o trolos, o ambas cosas a la vez. Tanto hembras como machos vivían obsesionados por la pinta, la plata y la posición.
Cierta vez, llegué maquillada y luciendo como toda una Lolita. Los galanes atorrantes babeaban de admiración, mientras que los trolos y las putas del estudio se morían de envidia. El presidente de la empresa me llamó a su oficina y me dijo que yo tenía un magnífico porvenir en la televisión nacional. Me aconsejó mantener la imagen de adolescente ninfómana; me extendió un contrato por cinco años para trabajar en las telenovelas de su estación; y decretó que, de allí en adelante, mi nombre sería Pili a secas.
A lo largo de ese tiempo tuve una cadena de tórridos idilios, pero el más importante de todos fue el que mantuve con el gerente de la emisora. El tipo era un verdadero voyerista. Su fascinaci¢n consist¡a en verme haciendo el amor, ya sea con uno o dos hombres al mismo tiempo, mientras nos observaba sentado en un sill¢n.
Entre las actrices hab¡a algunas tortilleras, pero lo manten¡an bien calladito. En poblico, especialmente delante de los hombres, se comportaban como mansas gatitas. Pero hab¡a que verlas en privado; una vez encerradas con llave en los camerinos, se contorsionaban y rug¡an peor que panteras en celo. Dos o tres hab¡a que eran m s abiertas y, en esos tiempos, ya se autoproclamaban «feministas». Pero a m¡ todas me daban asco. Siempre rechac’ sus avances. Nunca les di oportunidad, ni aunque me ven¡an con el cuentito de que deb¡a «liberarme». ¨De qu’? Si sobre todas las cosas era y soy mujer.
Una de estas mujeres, Maruca, una bruja cincuentona que era el colmo del asco, me hab¡a cogido entre ojos. La bruja –a la que injustamente le dec¡an «la Loca», ya que hab¡a y hay locas mucho m s decentes– ten¡a calenturas conmigo. Me segu¡a hasta el ba_o. S¢lo o¡rle la voz, estridente y falsamente cantarina con la que trataba de ‘alegrar’ el estudio, me erizaba la piel. Su especialidad era la manipulaci¢n. La bruja era capaz de actuar como una pebeta o como una tromba, si le conven¡a. Claro que a m¡ no me convenci¢ jam s. Yo estaba al tanto de sus jueguitos y triqui_uelas.
En el fondo, la pobre vieja no era m s que una mujer sola y aterrada de su soledad. Trataba desesperadamente de llenarse con una sarta de sandeces esot’ricas y sicologizantes. Ni ella mismo entend¡a las pavadas que dec¡a y que eran una mezcolanza sacada de sabe Dios qu’ libros y revistas. Hablaba siempre de «s¡ntesis», de «budismo», de «feminismo» y toda clase de sicolog¡a barata. Pero era, simplemente, a la vez una fal¢fila y fal¢foba incurable. Odiaba y envidiaba a los hombres porque pose¡an una garomba, a la misma que adoraba como el m ximo instrumento del poder.
Creo que hasta abuela era esta crone. Al menos, esos papeles interpretaba en las telenovelas. Para los televidentes, Maruca Montes era la matrona sabia y recatada de la pantalla chica. Qu’ sorpresa se hubieran llevado, vi’ndola desnuda; ense_ando un cuerpo momificado y prendido, como tar ntula, de otra hembra.
«Quiero una hembra como vos», repet¡a cada vez que me encontraba.
A m¡, repito, cada vez que la ve¡a se me revolv¡a el est¢mago. La evitaba como la peste. Fuera de las c maras, Maruca era un espect culo grotesco. Llevaba el pelo enmara_ado y gris, como pelaje de rata. Por lo general, vest¡a polleras largas de colores fonebres y nunca usaba maquillaje. Hasta ahora, no entiendo por qu’ la manten¡an en la emisora; de seguro, algo ten¡a que ver su habilidad para manipular a la gente. A la mayor¡a le hab¡a hecho creer que era «s¡quica».
«A m s de inteligente, sos un fuego», intentaba de lavarme el mate. «Pero a veces te veo tensa, nena. Deber¡as dejarme darte un buen masaje. Vas a quedar como nueva. Ya ver s».
«Estoy muy ocupada», me excusaba yo, mientras me esforzaba por ocultar la repulsi¢n. «Tengo mucho trabajo».
«Pero tomalo con calma, querida», insist¡a. «No todo en la vida es trabajo. Disfrut de tu juventud, bebete un trago y relajate. Mir que s¢lo sos joven una vez, y por muy corto tiempo».
S¡, vieja virulenta, pero me das asco. Me he enterado que est s aqu¡, no por tu talento, que es nulo, sino porque te especializ s en ser la trotaconventos del estudio. Sos una triste mezcla de celestina proveedora de hembras y grotesca concubina de varios tipos tan desesperados e inmundos, como vos. Por eso te manten’s en esta emisora, y porque hace a_os fuiste otra de las succionadoras de turno del seudopotentado semimpotente que la dirige.
A prop¢sito de ‘l, mi fl ccido protector, llegu’ a quererlo un poquito. Reconozco que se port¢ muy generoso conmigo y con mi familia. Mi pobres viejos se hac¡an de la vista gorda y mis hermanos estaban m s interesados en el fotbol que en cualquier otra cosa. Adem s que la plata que recib¡an para callarse la boca, era m s de lo que pod¡an esperar. En cinco a_os ahorr’ mis pesitos y, luego, me vine a los Estados Unidos.
He vivido todo el tiempo en Los -ngeles. Ac me inici’ cantando en garitos de mala muerte. Lentamente, me fui asentando hasta convertirme en un hit, junto a Chal¡, quien me ayud¢ cualquier cantidad, debo admitirlo.
Estoy encantada. Los muertos se mueren a su hora, y no la v¡spera. Los vivos viven lo suyo como pueden. Que no me vengan con boludeces, que no estoy aqu¡ para salvar a nadie. Ya vieron lo que le pas¢ a Jesucristo por meterse a redentor de pobres; lo crucificaron y, luego, lo pusieron en altares. O lo que le hicieron al Che Guevara; lo masacraron y lo pusieron en afiches y camisetas. Ambos son ejemplos de un sue_o imposible. ¨Saben qu’? A m¡ nadie me mete el dedo con aquello de que la humanidad es ‘salvable’. No way, Jos’. Tal vez, y eso muy dif¡cilmente, lo onico rescatable sea uno que otro individuo.
Por eso, los poetas se dan lija. Y cualquier boludo quiere ser poeta. Salvar el nombre, no el hombre, es lo que cuenta. Ment¡. Mat . Desaforate. Las acciones van, como reses, al matadero y a los libros de historia. (Y aqu¡ yo, tambi’n tratando de garabatear la m¡a.) Lo que subsiste son nombres, el negocio redondo y eterno de los poetas. Bien lo dice Israel: «Podr no haber poes¡a, pero siempre habr poetas».
Petronio Rafael Cevallos
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