La tienda de la familia Secaira, que es también fonda y cantina a la vez, se encuentra repleta de obreros que recién han cobrado su salario. Es viernes y son apenas pasadas las cinco de la tarde. Todo el mundo bebe pílsener (bien helada). Don Lucho Secaira, parado atrás del mostrador, anuncia a los parroquianos que la siguiente ronda va por cuenta de la casa. «Qué carajo», murmura, magnánimo, «sólo se vive una vez». «íQue viva don Lucho!», grita uno de los obreros. «íQue viva!», responden los demás en coro. «íY que se muera!», exclama otro. «íDe gusto!», secunda el coro. «íY que se mate!». «íUna gallina!». Aplausos y más gritos de «íViva el santo!». Don Lucho Secaira cumple cincuenta años de «feliz y risueña existencia», como dice el saludo radial, pagado por su mujer, que cada media hora sale al aire a través de La Voz de la Península, de La Libertad. Cerca de las diez de la noche, sólo un manojo de obreros sobrevive las copiosas libaciones. Don Lucho hace rato que ha abandonado su puesto tras el mostrador, para sentarse a presidir la mesa principal. La cerveza sigue corriendo por cuenta de la casa. Do_a Teresita, esposa del homenajeado, contempla la b quica escena sentada en un rinc¢n tras el mostrador. Se entretiene mirando a la concurrencia a trav’s de los grandes frascos de caramelos. Desde su posici¢n puede ver c¢mo el cristal de los frascos, sumado al efecto del alcohol, distorsiona los rostros y los gestos de los parroquianos sentados alrededor de las mesas de la cantina. Ahora mismo, do_a Teresita ve a su esposo gesticular, como un aut’ntico cura de pueblo, sermoneando a la arrobada feligres¡a. La cabeza de su compa_ero, colosal y de mejillas mofletudas, ahora aparece alargada y fina, como pintada por el Greco. Mentalmente, do_a Teresita se recrimina por preferir la visi¢n que le confieren los cristales. Don Lucho es el onico en la cantina que viste camisa blanca y corbata. Los parroquianos est n ataviados con sus uniformes de dril azul marino. A trav’s de los vidrios de los envases de caramelos, su fiel esposa se deleita fantaseando acerca de la sobita apariencia que ha adquirido su marido de m s de treinta a_os: Lo ve delgado y jovencito, como cuando lo conoci¢. Mientras m s gesticula don Lucho, m s se estiliza su figura vista a trav’s del vidrio de los frascos. «Mu’vete m s, Luchito», ordena mentalmente do_a Teresita. Y sus ojos se pierden, extasiados, en la, gracias a la ilusi¢n ¢ptica, esbelta imagen de su, en realidad, obeso marido. «La vida es corta», pregona don Lucho. «As¡ que brindemos, mis amigos». «¥Salud!», entona el grupo, un¡sonamente. «La vida es corta», insiste don Luis Secaira, «y hay que gozarla». Al d¡a siguiente en Anc¢n, la mala nueva corre de boca en boca: Don Lucho Secaira ha muerto de un ataque al coraz¢n. Nadie lo puede creer. «Pero si estaba gordo, colorado y lleno de vida». Su esposa lo recuerda tal cual la primera (y oltima ocasi¢n: A trav’s del caprichoso filtro de los frascos de caramelos) que lo vio vivo: delgado, espiritualizado y peripat’tico. Por los bares del Andes y el Nacional, uno que otro trasnochado obrero, rematando la resaca, repite con alcoholizada emoci¢n: «¥Que viva el santo!». Una noche, acompa_ada de David, Chal¡ lleg¢ de visita a casa del Viejo Loffredo, ex picapleitos, mujeriego pertinaz y bebedor a tiempo completo. Era un viernes. Viernes de «joda», y el Viejo estaba rodeado de su corte: el Chino Chonquillo y la pandilla –que ‘ste hab¡a organizado en los lejanos a_os de high school– los Playboys, una gallada de treinta_eros y eviternos ‘adolescentes’, la mayor¡a ecuatorianos. Chinito Chonquillo, all en Los -ngeles, donde reinas a la derecha del Viejo Loffredo, lobrico y aureolado de smog. Acu’rdate, Chinito, que la vida es corta y una sola, al menos la que tienes como chino ecuatoriano. Compartes con las lesbianas tu preferencia por las f’minas, y no eres un butch. Chino impodico, la s bila te curar las olceras y nada m s. «+Y qu’? La vida es corta…», arengas a tus compinches. Ven a Los -ngeles, el para¡so de los concupiscentes, la fantas¡a hecha megaciudad; megasuciedad de autos, como galopantes c’lulas de un foco canceroso desenfrenado. Pero ven igual. No esperes a podrirte en tu pueblo, muerto de hambre, de aburrimiento, de muerte a plazos. En Los -ngeles te espera el Chino Chonquillo, el Rey de los Playboys. No te hagas problemas que, como proclama el Viejo Loffredo, «No es lo mismo decir qui’n m s se turba que qui’n se masturba». O, como predica David, «indigno» v stago del Viejo: «No te enga_es esperando el retorno del jud¡o prometido, que bien metido, aunque sin el pro, lo tienen los cristianos». En una calle cualquiera, de una fecha cualquiera, bien te puedes encontrar con el delf¡n de las aguas angelinas, el Chino Chonquillo. Te recoger . Te har conocer todos los barrios y distritos ‘calientes’. Y si eres a la vez libidinoso y sagaz, hasta copular s con una muchacha hillbilly, runaway, rubia y de ojos azules, candidata a ‘estrella de cine’, alucinada por la gran ciudad, que busca un pito de marihuana o un pase de coca para alimentar los sue_os. El Chino le har fumar el aire angelino; luego, le har aspirar una aspirina molida. La ilusa sentir el euf¢rico efecto de las ‘drogas’. Y habr m s smog, aspirinas molidas, whisky y sexo gratis, a lo bac n y avispado (que la grifa y el perico son para ‘l), porque estar s en compa_¡a del nada menos que Patr¢n de los Playboys. As¡ lleg¢, como guiada por Nuestra Se_ora de Los -ngeles, la diva de Anc¢n; en son de paz, en pos de una reconciliaci¢n entre padre e hijo. Despreciando la pipa pacifista, el Viejo se abri¢ la camisa para desplegar unos contados y canosos vellos que rehusaban ca’rsele del pecho. Incurable viejo verde, al Viejo le sali¢ agilidad, como de milagro. Se despabil¢ y en seguida se puso a ense_arle sus libros sobre ocultismo y su entra_able colecci¢n de tangos. Chal¡, elegante y discreta; David, orgulloso y desafiante; como ofrenda, una botella de co_ac. El trago y Chal¡ entusiasmaron m s de la cuenta al Viejo que ol¡mpicamente ignoraba al hijo, la «oveja roja» de la familia. Pasado de tragos, el Viejo quiso sobrepasarse con la hu’sped. Pero el gal n se estrell¢. No hab¡a c¢mo persuadir a la reci’n llegada. No hubo c¢mo conmoverla. Ni «La inc¢gnita del hombre» de Alexis Carrel, ni el tango designado de Roberto Sosa lograron el milagro: Solo, espantosamente solo, apurando en la copa del olvido el sinsabor… Continuar … Petronio Rafael Cevallos www.lacultura.com.ar/EcuaYork
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