Hay días en que me paso todo el tiempo en la cama; Sarita me recrimina porque ni siquiera toco las bandejas de comida que me trae. Todo lo que hago es recordar. Sin ir muy lejos, hoy estuve acordándome de la primera vez que me puse los zapatos de tacón de mi madre y me pinté la boca con el carmín de mi tía. Al verme, mi madre casi se muere de la risa; me dijo que parecía toda una putilla. Yo entonces tendría unos tres o cuatro años, pero todavía me acuerdo perfectamente.
Con mi hermanita Isabel jugábamos a las muñecas, pero, como ella era muy chiquita, yo en seguida me aburría. Entonces buscaba a los niños del vecindario. Con ellos inventábamos juegos como el de «Tarzán y la Diosa Verde», basados en una película que vimos en una matinée sabatina. Por supuesto, Tarzán era siempre el niño más valiente del barrio, y yo era nada menos que la Diosa Verde. Todos los niños se peleaban por rescatarme de un invisible raptor. Pero el ganador no podía ser otro que mi Tarzán. Con él me escapaba y nos escond¡amos debajo del piso de la casa. All¡ Tarz n me consolaba y yo le respond¡a con abrazos y besos. Muchas veces, mientras nos abraz bamos y bes bamos, sent¡a un peque_o bulto en la entrepierna de Tarz n. Aprend¡ que si se lo acariciaba, Tarz n se volv¡a m s ardiente y cari_oso. Una vez, le baj’ los pantalones cortos y pude ver una cosita erecta que era toda una belleza.
De all¡ en adelante, Tarz n se convirti¢ en mi fiel compa_ero y protector. Me segu¡a como un cachorrito. Los dem s ni_os empezaron a murmurar. Hasta que un d¡a, una de las se_oras del barrio le dijo a mi madre que tuviera m s cuidado conmigo y que no me dejara salir. Pero igual yo me escapaba por la ventana de mi cuarto. Sarita era la onica que sab¡a y solapaba mis andanzas. Otras veces, con el pretexto de ir a buscar nidos al monte, Tarz n y yo nos met¡amos entre los matorrales y nos acarici bamos y bes bamos que daba gusto.
Por ese entonces, hab¡a en Anc¢n un ni_o medio loco, a quien llamaban Viringo. As¡ le hab¡a puesto su padre, supuestamente por su h bito de andar completamente desnudo, aun en la estaci¢n m s fr¡a del a_o. Viringo no me prestaba la m s m¡nima atenci¢n, lo que me sacaba de casillas. Viringo hab¡a organizado un club «s¢lo para ni_os». Yo me mor¡a por ser parte del dichoso club, cuya sede funcionaba en el gallinero de la casa de un ni_o que padec¡a de estrabismo y a quien apodaban Bizcocho.
Una ocasi¢n trat’ de colarme al gallinero disfrazada de cowboy. Viringo me reconoci¢ y de inmediato se puso a vociferar que a su club no pod¡an entrar ni maricas ni mujeres. Acto seguido, orden¢ que me castigaran por mi osad¡a. Uno a uno, y bajo la estricta supervisi¢n del l¡der, los ni_os del club me descosieron el culo a patadas. Luego, el mismo Viringo me levant¢ del suelo y me ayud¢ a sacudirme la tierra de la ropa.
Me examinaba, sorprendido de que no hubiera llorado; ni siquiera me hab¡a quejado: No porque no me hubieran dolido las patadas, sino porque me sent¡a tan humillada, al punto de que mi orgullo no me permit¡a darles el placer de verme llorar. Impresionado y como para disculparse conmigo, me pregunt¢ si quer¡a ser integrante de su club, que para ‘l yo hab¡a demostrado ser m s valiente que muchos ni_os y que, desde ese momento, ‘l me nominaba mascota oficial de Los Halcones Rojos.
En realidad, tambi’n me convert¡ en el fact¢tum no oficial del club. Todos los s bados barr¡a el piso de tierra y, en un jarr¢n pl stico, pon¡a rosas blancas que cortaba del jard¡n de mi casa.
Para ese entonces, ya mi Tarz n se hab¡a mudado con su familia a otro vecindario, por lo que Viringo, al menos en mis ojos, se convirti¢ en mi protector; aunque ‘l, en verdad, no me prestaba mayor atenci¢n. De todos modos, su autoridad ante los dem s ni_os hac¡a que todos me aceptaran sin mayores reparos.
Aparte de encargada de la limpieza o «mascota», como me llamaba Viringo, era yo la «enfermera» del grupo. En poco tiempo, me convert¡ en un elemento casi indispensable para Los Halcones Rojos. No hab¡a reuni¢n a la que faltara en mi calidad de «mascota», o partido de fotbol, o excursi¢n sin que yo estuviera en mi funci¢n de «auxiliar».
Un s bado de ‘sos, Viringo apareci¢ por el gallinero, llevando un paraca¡das que ‘l mismo hab¡a confeccionado con unas s banas viejas y remendadas. Muy serio, anunci¢ que iba a probar su invento, lanz ndose desde un castillo de perforaci¢n ese mism¡simo d¡a. Todos le preguntamos si se hab¡a vuelto loco. Y ‘l –en tono solemne, t¡pico de los discursillos demag¢gicos y patrioteros– nos dijo que la ciencia jam s hubiera progresado si todos los cient¡ficos hubieran sido una caterva de cobardes. Yo, que reci’n hab¡a terminado de barrer y de poner flores frescas, me sent¡ devastada. Viringo iba a matarse, de seguro, y yo iba a quedarme sin protector. Una vez muerto y enterrado Viringo, su sucesor me expulsar¡a del club.
Ese mismo y fat¡dico s bado, nos dirigimos, en procesi¢n, hacia uno de los pozos petroleros m s cercanos. Al llegar al sitio indicado, antes de proceder con el suicidio, Viringo se detuvo frente al grupo de ni_os que lo miraban ya como a un difunto y les dijo:
«Todo sea por el progreso de la ciencia».
Trat’ de detenerlo, pero ‘l me apart¢ de su camino hacia la inmortalidad. Con firmeza, me dijo que yo no estaba en condiciones de comprender «su destino», pero que mi obligaci¢n era cerrar la boca y admirar su proeza. Quise llorar de rabia y, mientras ‘l empezaba a trepar por la escalera del castillo, le grit’ con todas mis fuerzas:
«¥Est s loco, loco de remate, como todos los hombres!».
La torre ten¡a unos doscientos metros de altura. Al llegar al tope de la misma, Viringo se encaram¢ en una especie de cornisa y, abriendo aquel remedo de paraca¡das, luego de reverentemente saludar a los cuatro puntos cardinales, con los brazos en cruz se lanz¢ al vac¡o. Empez¢ a descender vertiginosamente. Mientras ca¡a, agitaba fren’ticamente los brazos, como alas de un p jaro demente, o como aspas de un enloquecido molino de viento.
Nosotros, entretanto, conten¡amos la respiraci¢n y mir bamos, boquiabiertos, casi aturdidos por la locura de la empresa. A mitad de su descenso, el rudimentario paraca¡das se infl¢, como la vela de un bote. Pudimos ver c¢mo, colgado de las puntas de aquel precario remiendo de s banas viejas, a las que la fuerza del viento empujaba hacia arriba, Viringo bajaba l nguidamente, casi flotando en el aire, sostenido por su improvisado y prodigioso paraca¡das.
Al tocar tierra, todos corrimos a su lado. Estaba radiante. Hab¡a ca¡do de pie, como un gato. De inmediato, desafi¢ al grupo a que emulara su proeza. Nadie se atrevi¢. S¢lo a Viringo se le ocurr¡an hacer tama_as locuras.
Lo cierto es que Viringo pas¢ toda la tarde de ese s bado, y de numerosos s bados m s, lanz ndose de lo m s alto de los castillos de perforaci¢n en su improvisado paraca¡das. Hasta que un buen d¡a, cansado de hacer lo mismo, decidi¢ fundir fierros viejos y herrumbrosos, y de ellos hacer un ca_¢n. Se propon¡a nada menos que matar gallinazos.
Desde entonces, a cualquier hora del d¡a o de la noche, el pueblo entero era sacudido por furibundos ca_onazos. Una vez, por atinarle a un gallinazo posado en el techo de la casa de un dirigente sindical, la bala del ca_¢n hundi¢ el techo de la misma. Todos corrimos a escondernos mientras de la casa sal¡an una mujer en pa_os menores y varias muchachitas, todas ellas gritando despavoridas.
Continuar …
Petronio Rafael Cevallos
Nueva York, Inc.
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