Querido Emilio:
íLo que hace la gente por un dólar: Matarte es lo de menos! Los æjueguitosÆ que se inventan… Debe haber algo más… Trascendencia le llaman, redención.
La vida resultaría ridículamente insulsa, de no ser por ciertas formulaciones que –no contando en el plano cósmico–, a nivel de una dignidad bien labrada, hacen de aquélla un perpetuo desafío.
Perdóname. No puedo seguir escribiendo.
Shalom,
Israel
Recuerdo la primera vez que Israel fue conmigo de serenata –que él había organizado, a nombre del cuarto curso del Colegio Rubira, para los gringos del Campo Inglés. Me acompañaban las guitarras y las voces de los mellizos De La Torre, Paco Vega y Lester Meza, mejor conocidos como Los Cholones. Para hacer la ronda, Israel había alquilado el taxi de Pancho Villón, uno de los cuatro o cinco taxistas del campamento. Los gringos, salvo dos o tres casos, se mostraron muy generosos en sus donaciones. El más generoso de todos fue m¡ster Green, gerente de la compa_¡a, quien nos regal¢ cien sucres. Las dem s contribuciones fluctuaban entre los veinte y cincuenta sucres, que, para entonces, tampoco estaban mal.
Ocasionalmente, nos deten¡amos a hacer agua. Todo el mundo se bajaba del taxi a la voz de «picha chola nunca mea sola». Mientras Los Cholones orinaban desfachatadamente, Israel, con una sonrisa indescriptible, sacaba a relucir una herramienta de cicl¢peas dimensiones. Yo me tapaba la boca, tratando de ahogar un grito lleno de admiraci¢n y espanto. Aquello que ve¡a era un monstruo; una boa que, l nguida y ominosa, emerg¡a de la bragueta de su portador. El inmenso glande, tal y cual un casco de bombero, reluc¡a, amenazador, bajo la luz de las estrellas.
Los trovadores re¡an socarronamente. Pancho Vill¢n, solemne como un enterrador, se santigu¢ varias veces y, dirigi’ndose a Israel, dijo:
«Dios guarde a la que se case con usted, joven. ¥Si parece hijo de bombero! Digo, por lo de la manguera».
«Con una verga as¡, yo vivir¡a de las mujeres», dijo Paco Vega.
«O de los maricones», a_adi¢ Lester Meza.
«O de las mujeres y los maricones», concluyeron, con l¢gica irrefutable y en una sola voz, los mellizos De La Torre.
A los quince a_os, contra las amenazas y soplicas del cura Valarezo, me sal¡ del coro de la iglesia. Pero en seguida empec’ a cantar serenatas de boleros, pasillos y valses. Al principio, me acompa_aba el doo Los Cholones; luego tambi’n cant’ con el doo Los Runa Shungo, integrado por el Chileno D¡az en el requinto y Silvio Reyes en la segunda. En ambos casos conform bamos un tr¡o, conmigo haciendo la primera voz.
Recuerdo que esas noches de ronda y bohemia eran general y generosamente irrigadas con aguardiente ‘puro’ de ca_a: «Para afinar la voz», como afirmaban los lagarteros m s avezados. Silvio Reyes pedía «puro para cebar las cuerdas de la guitarra». El Chileno D¡az lo regaba en el piso para «convidar a los difuntos». Paco Vega hac¡a g rgaras de guaro antes de cantar. Y los mellizos De La Torre demandaban en coro y en verso la divina lubricaci¢n:
Mi garganta no es de palo
ni hechura de carpintero,
si voy a seguir cantando,
dame un buen trago primero.
No hab¡a en Anc¢n muchacha casadera ni mujer pretendida que no hubieran recibido el homenaje de nuestro oportuno repertorio. Mi voz se hab¡a convertido en el indiscutible pasaporte al coraz¢n y a la castidad de las mujeres de toda la pen¡nsula. Cada serenata representaba una potencial –y generalmente inevitable– seducci¢n, reconciliaci¢n o conquista.
El cura Valarezo, quien de vez en cuando visitaba la casa, le dec¡a a mi madre que yo estaba desperdiciando mi tiempo y garganta en compa_¡a de «vulgares lagarteros, musicastros alcoh¢licos y trasnochadores». Y, sin jam s resignarse a no tenerme en el coro de la iglesia –mientras beb¡a su segundo o tercer trago de mistela–, sentenciaba:
«Lo que Chal¡ debe hacer es salir a Guayaquil a estudiar en el conservatorio. Eso de andar de serenata, a su edad, significa coquetear con el diablo».
Pero el dinero que empec’ a ganar con el canto le ca¡a de perlas a todos en mi familia. Se lo daba casi completo a mi madre y con el resto me compraba ropa. Mis hermanas no dejaban de recibir su parte, especialmente en forma de regalos y bisuter¡a. Sarita, quien hab¡a pasado toda su vida en mi casa, era mi m s s¢lido apoyo y una especie de confidente. Adem s que, en poco tiempo, me convert¡ en el centro de la vida social, art¡stica y, sobre todo, cultural de Anc¢n, Santa Elena, La Libertad y Salinas. Y esto a Sarita simplemente le encantaba.
Todo lo que yo ten¡a que hacer era cantar. Yo cantaba y el mundo, con Sarita a la cabeza, se encantaba. Mis serenatas ten¡an la rara virtud de generar verdaderas avalanchas de chismes. Todos o casi todos los galanes que me contrataban estaban invariablemente empe_ados en conseguir una comuni¢n de almas o, por lo menos, de cuerpos con sus pretendidas. «Voz de ngel», «Ablandacorazones», «Calientav¡rgenes» me dec¡an. Y aunque las serenatas eran un paso seguro al codiciado coraz¢n de las ancone_as y peninsulares en general, muchos galanes no aspiraban a llegar tan alto…
C¢mo olvidar esas noches… Segu¡a cantando en falsete, puesto que nunca me cambi¢ la voz, gracias a las oraciones del cura Valarezo, quien me quer¡a en el coro de la iglesia por saecula saeculorum…
… Noche azul, fresca, estrellada, coronada con un soberbio plenilunio de plata. Hasta los objetos m s opacos parecen brillar con incandescencia propia y sobrenatural. Hay un penetrante olor a yodo, a magnolias y floripondios, mezclados con el aroma dulz¢n del aguardiente. El requinto rompe con su rom ntico rasgueado el terso murmullo de la brisa marina. Calla el requinto. Entra mi voz:
En el silencio de esta noche hermosa…
Don Apolonio Badaraco, operador de la planta refinadora de agua de Mambra, var¢n de estirpe sindicalista, abre la boca, estir ndola en un bostezo, largo, en crescendo, como una huelga general de brazos ca¡dos hasta el infinito. Luego bebe el oltimo conchito de caf’ que, oscuro, se acurruca en el fondo de su termo, mientras espera el ansiado relevo con la misma unci¢n con la que aguarda el advenimiento del socialismo.
Son la cinco en punto de la madrugada. Hora en que callan las serenatas. Hora en la que el Tint¡n llora de rabia al verse inmortal y condenado a perseguir eternamente a los ni_os y a las mujeres hermosas. Hora en la que el Negro Jama regresa a su hogar, satisfecho de haber noqueado a un par de galanes nocturnos, y de luego haber tomado muy buen cuidado de sus indefensas prendas. Hora en la que el chocotorr¡ abandona el nido y vuela a saludar la luz que germina, tenue, detr s de los Andes.
Una p lida claridad suaviza las sombras. Las chiriquimas, como los lagarteros, emprenden el retorno a sus nidos. Don Apolonio tambi’n est pr¢ximo a cumplir el aciago turno de la noche, que rotativamente le toca trabajar una de cada tres semana. A las seis, parodiando al carro de Apolo, llegar¡a el carro de la guardia con el relevo de turno, don Pr¢spero Mazzini.
Continuar …
Petronio Rafael Cevallos
La Casa de la Cultura Ecuatoriana
www.lacultura.com.ar/EcuaYork
