A los nueve años empecé a cantar en el coro de la iglesia. Aunque ya no me gusta hacerlo, en ese tiempo era lo que más me complacía y, desde entonces, lo que más hice hasta hace poco. Cantaba «como un ángel», decían.
Cuando no estaba cantando, estaba escuchando la radio. Me encantaban los programas musicales tales como «Guayaquil Radiado», conducido por Anita Huancayo, de Radio Cóndor; y «La Hora de las Estrellas», conducido por Armando Romero Rodas, de Radio Cristal. Tampoco me perdía los radioteatros y «Así Sucedió», versión dramatizada de las noticias, por Radio Bolívar. +sas eran mis estaciones favoritas. Luego de un tiempo también empecé a escuchar las narraciones de los partidos de fútbol por la C.R.E. Lo hacía para tener tema de conversación con los muchachos, especialmente con Israel, que eran todos fanáticos del fútbol.
Tendría yo unos doce años cuando vino a formar parte de la primera voz del coro un niño de unos nueve años. Se llamaba Ixo del Castillo. Era un ni_o muy serio. Parec¡a un adulto. Sin embargo, Ixo era un ni_o muy t¡mido y, si entraba en confianza, terriblemente juguet¢n. Era capaz de las picard¡as m s insospechadas –aunque nadie lo hubiese imaginado como autor de las mismas. Pero tambi’n era un muchachito noble y muy perspicaz. Siempre estaba haci’ndome re¡r con sus ocurrencias.
Cierta ocasi¢n, lleg¢ acompa_ado de una mujer que a las claras denotaba su profesi¢n, considerada como ‘la m s antigua’. De d¢nde Ixo la sac¢, nadie nunca lo supo. Lo cierto es que la mujer se arrodill¢ ante el altar mayor y, luego de rezar por unos momentos, vino a sentarse cerca del coro. La cosa no fuera digna de contarse si es que la dama no hubiese, al sentarse, ense_ado hasta lo que no ten¡a. Y era precisamente eso: No ten¡a panties puestos. Muy ufana y piadosa, parec¡a decirnos: «Esto nom s tengo, y con esto me gano la vida».
Todos los miembros del coro, las mujeres incluidas, ten¡an los ojos clavados en la mujer. El director y organista del coro, profesor Bol¡var Cevallos Ontaneda, apenas pod¡a leer la partitura: Su rostro hab¡a adquirido un peligroso color viol ceo. Ixo, como de costumbre, estaba muy serio, cantando a m s no poder. Sin lograr contenerse, el profesor Cevallos se levant¢ y, acerc ndose hasta donde Ixo, le pregunt¢:
«¨Qui’n es la se_ora que ha venido contigo, hijito?»
«Dice llamarse Mar¡a Magdalena», Ixo respondi¢, muy circunspecto. «Y quiere ser parte del coro».
Por un momento, el organista exhibi¢ ante nosotros el misterio de la transfiguraci¢n. Su faz se puso blanca, roja, verde, amarilla, azul y, finalmente, morada. Todo en fracciones de segundo.
«Se_ora», dijo el atribulado director del coro, volvi’ndose hacia la mujer, «‘sta es la casa de Dios y en nuestro coro no aceptamos personas mayores de veinte a_os».
La mujer no respondi¢. Sonriendo se acerc¢ a Ixo y lo estrech¢ en un abrazo.
«No se preocupe, se_or, ya me voy», la supuesta Mar¡a Magdalena le dijo al maestro Cevallos. Y mirando a Ixo, quien exhib¡a una irremisible cara de yo-no-fui, a_adi¢: «Pero de vez en cuando vendr’ a visitar a mi amiguito».
A las seis de la ma_ana, como una tromba, Zamboliche se levanta de la cama; se viste a la carrera y sale de su casa, como alma que lleva el diablo. Va directo al domicilio de la familia Badaraco. Corre, casi sin tocar el piso con los pies, como un galgo en celo, enloquecido por una liebre invisible. Al llegar a su destino, da varias vueltas alrededor del patio de la casa. Espera el momento propicio para infiltrarse.
Cobijadas en la penumbra de su dormitorio, las hermanas Badaraco aon permanecen en cama, tratando de robarle un poquito de sue_o al d¡a que reci’n empieza. -gil y cuid ndose de que nadie lo vea, Zamboliche salta la cerca y se escabulle debajo del piso de la casa.
No es la primera vez que est all¡, debajo del ba_o, atisbando por un hueco entre las tablas del piso. La primera de las hermanas en levantarse se encierra en el ba_o. Zamboliche contiene la respiraci¢n al sentir los pasos de la muchacha que, totalmente ajena a la presencia del madrugador tiralente, se estira y bosteza a pierna suelta. Luego se sienta a orinar sobre el retrete. El chorro suena cantarino, mientras Zamboliche alcanza a ver el sexo velludo de la adolescente. Al terminar de orinar, la muchacha se levanta y se seca la vagina con un pedazo de papel higi’nico. Luego se desviste y se examina los senos desnudos frente al espejo: Le est n creciendo mucho este a_o.
Si la inocente chiquilla supiera. Si sospechara al menos del vido acecho que un ojo, desorbitado por la excitaci¢n, furtivamente somete la pubescente voluptuosidad de su cuerpo desnudo y expuesto en la falsa intimidad del cuarto de ba_o.
«Qu’ buena que est s, mamacita… Si eres toda una ricura… Si te mamara todititita…» La experta mano derecha de Zamboliche sube y baja, fren’tica, exprimiendo el tronco de un miembro que revienta inflamado de sangre lujuriosa.
Continuar …
Petronio Rafael Cevallos
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