Recorrer las calles de Caracas o cualquier ciudad venezolana, antes, durante y después del referéndum revocatorio del domingo, ha sido una experiencia rica. Y más aún para quienes habíamos conocido a la otra Venezuela. La Venezuela de las multinacionales y sus lugartenientes de Acción Democrática y el COPEI –hoy abanderados de la oposición “democrática”-, la de la pobreza a flor de piel; la salud, la educación y la justicia ausentes; la formidable renta petrolera dilapidada en coimas, en pequeños mordiscos y en grandes mordiscones, en todo para pocos y nada para muchos. Caribeños al fin, extrovertidos, los venezolanos nos exhibieron a los observadores que llegamos desde el exterior la imagen de un pueblo consciente de que en esa simple elección entre un Sí y un No se jugaban todo.
Y no era para menos. Parias desde siempre, hoy son sujetos políticos. Más allá de que ahora cuentan con una Constitución que les permite –caso único en el mundo- decidir a mitad de mandato si un presidente debe seguir o no, ahora pueden ir a votar sintiéndose parte del país y del sistema político, incluidos de donde antes eran expulsados, reconocidos con todos sus derechos donde antes eran, apenas, convidados de mala gana de una democracia formal e injusta. Convertido en un aluvión democrático, el pueblo venezolano dio muestras el domingo de una elevada madurez política. Así como vale preguntarse si el mexicano Vicente Fox, el uruguayo Jorge Batle o el peruano Alejandro Toledo –por citar sólo a algunos gobernantes de esta Latinoamérica maltrecha- hubieran sorteado la prueba de un referendum, valdría preguntarse si los argentinos o cualquiera de nuestros pueblos hubieran soportado doce horas de cola, bajo el sol más impiadoso, sólo para votar en una elección no obligatoria como la del domingo.
La nueva democracia venezolana no se manifiesta sólo en los avances registrados en materia de salud, educación, vivienda, políticas activas para los jóvenes o decisiones que apuntan a la dignificación de las personas.
No, no se trata sólo de que legiones de médicos hayan cubierto todo el territorio para llevar la salud curativa o preventiva a los hombres del llano o de la selva. Ni de que se haya incorporado a medio millón de niños a la escuela primaria, se haya alfabetizado a un millón de adultos, se haya facilitado el acceso de los pobres a la enseñanza universitaria o se haya llevado el presupuesto educativo del 3 al 7 por ciento. Ni de que se hayan construido docenas de miles de viviendas dignas a pagar en veinte años a una tasa fija del 12 por ciento anual. Ni que se haya suprimido el servicio militar obligatorio y, a cambio, se hayan otorgado 500 mil becas para estudiantes universitarios. Ni de que se hayan creado mecanismos constitucionales de democracia directa, se hayan reconocido los derechos y la cultura de los pueblos originarios o se hayan dignificado los salarios.
No, no se trata de eso. Se trata de que la nueva democracia venezolana está creando un hombre nuevo, un hombre digno, protagonista de su tiempo.
Pese a todo ello o, mejor dicho, precisamente por todo ello, los viejos ladrones de la política venezolana y los grupos económicos nacionales y multinacionales se han lanzado a la casa de Chávez. Los medios de prensa –los grandes diarios, las grandes radios, las grandes televisoras- se han inventado un dictador, y con la mayor libertad de expresión imaginable claman que no hay libertad de expresión. Dicen que Chávez es un dictador satánico. Lo han pintado como la bestia negra apocalíptica. Carlos Andrés Pérez pregona la vía violenta como la única opción democrática. La embajada de Estados Unidos auspició el espectáculo de un grupo de titiriteros que mostraba a Chávez personificado por un simio, y además negro. Se plantea públicamente la posibilidad de asesinar al presidente. No se manejan las cosas en términos de diferencias políticas y lo que se esconde no es sólo una diferencia entre ricos y pobres, sino una diferencia entre colores de piel, un abismo entre blancos y mulatos. La oposición “democrática” es rica y es blanca. Los demonios tienen mil rostros, pero todos son como Chávez, son oscuros o negros, de ancestros indios o esclavos.
Todo esto pudimos verlo y palparlo los que el domingo estuvimos en Venezuela para observar un referéndum engorroso pero sin trampas. Chávez triunfó limpiamente y, sobre todo, demoledoramente. La oposición perdió ante sí, ante sus votantes y ante el mundo. Hecha a fuerza de fraudes –de muertos que votaban, de un mismo votante multiplicado en muchos documentos falsos, de urnas cambiadas- no logró digerir todavía que en la nueva democracia venezolana se impuso el principio de una persona un voto. Y no puede tolerar la idea de que, el domingo, Venezuela haya ratificado que dejó de ser una “democracia” sin pueblo, y entre comillas, para transformarse en una Democracia con pueblo, y en mayúscula, quizás el mayor logro de la Revolución Bolivariana.
Ariel Basteiro*
* Ariel Basteiro es diputado nacional por el Partido Socialista, secretario general de la Asociación del Personal Aeronáutico e integrante del Secretariado Nacional de la CTA.