En el s.XIX el árbol de Navidad ya es habitual en casi todos lo hogares de los países del norte de Europa y con la introducción de la estrella que guíó a los Magos de Oriente como adorno principal, el cristianismo también lo aceptó como un símbolo de estas fiestas. El rey Alberto y la reina Victoria lo ponen de moda en el año 1840 en toda Inglaterra y en Versailles, ‘le sapin’ de Noël entró por la puerta grande de la mano de Marie Leszcynska, esposa de Louis XV de origen Polaco. En 1837, la alemana Helena de Mecklembourg, Duquesa de Orléans, hace instalar el primer árbol decorado en las Tullerías.
Avanzados los ’50 el abeto ya forma parte de la decoración navideña en casi todos los países europeos y en Estados Unidos. Los artesanos alemanes y del Este de Europa crean una auténtica industria en tono a la ornamentación navideña transformando el vidrio, el metal o la madera en figuritas alegóricas que se cuelgan en las ramas. En ésta época se popularizan también las bolas de Navidad que, sin embargo, tienen su origen en la localidad de Meisenthal, situada en la comuna con larga tradición cristalera de Moselle, en Fracia, durante el frío invierno de 1858. Las bolas de cristal sustituyeron a las tradicionales manzanas, en un invierno tan riguroso que impidió la producción de esa fruta.
En las últimas décadas, marcadas por la importancia del interiorismo, de la decoración, del diseño y de la tendencia, el árbol de Navidad se ha convertido en un elemento de distinción en unas fiestas que ya son más sociales que familiares.
Poseer el abeto más elegante, original, rico en ornamentación o lujoso es un reto; pero no solo para las personas, sino también para las ciudades que desean destacar en un mundo global. El árbol de Navidad se convierte así en un reclamo incluso turístico, bien sea por tener las dimensiones más grandes, por proceder de un lugar determinado o por poseer los más ricos, sofisticados y envidiados abalorios.
Enclaves tan sofisticados y de alguna manera ‘snobs’ como Megéve, ese ‘petit village’ situado a los pies del Montblanc -en los Alpes franceses- encumbrado en los años 30 por la baronesa Noemí de Rothschild como emblema del ‘lifestyle’ más aristocrático, ponen todo su glamour y elegancia innata al servicio del sueño de la Navidad, con el único fin de que el recuerdo se encargue de que los visitantes más “chic” regresen. ¿Y qué mejor reclamo que un ‘sapin de Noël’ de once metros de altura decorado con 3.000 estrellas de cristal facetado Swarovski?.
La firma del cristal-joya ha querido asociar sus colecciones de figuritas navideñas al gusto refinado de un lugar idílico, donde la tradición y el lujo forjan el sibaritismo.
Gema Castellano