Durante más de un siglo, el poder económico se midió en acero, petróleo y metros cuadrados. Las leyes fiscales se redactaron para gravar chimeneas, no algoritmos. Sin embargo, en 2025, las empresas más valiosas del planeta no necesitan grúas ni almacenes: necesitan datos, propiedad intelectual y una buena historia de marca. Y eso lo complica todo.
Los contables intentan poner precio al humo digital. Los gobiernos, cobrarlo. Pero cuando el capital es intangible y móvil, el viejo manual de instrucciones del capitalismo se queda corto.
De tornillos a talento
En 1975, ocho de cada diez dólares del valor corporativo en el índice S&P 500 correspondían a activos tangibles: fábricas, maquinaria, inventario. Hoy, esa proporción se ha invertido. El 90 % del valor proviene de activos invisibles: software, patentes, bases de datos, imagen corporativa.
Apple es más marca que hardware. Microsoft vale más por su código que por sus oficinas. Amazon factura miles de millones vendiendo la confianza que genera su algoritmo logístico. Bienvenidos a la economía de lo intangible.
Según la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual, en 2024 la inversión global en activos inmateriales alcanzó los 79,4 billones de dólares, superando por primera vez a la inversión en activos físicos (68,8 billones). El capital del siglo XXI ya no se oxida: se actualiza, se descarga y, sobre todo, se deduce fiscalmente con facilidad.
Estados del siglo XX, empresas del siglo XXI
Los sistemas tributarios siguen operando como si una empresa solo existiera donde puede tocarse. Pero los bits no pasan aduanas. Una multinacional puede facturar millones en Francia sin tener un solo empleado en París ni servidores en Lyon.
El caso Apple–Irlanda es paradigmático: un tipo impositivo efectivo del 0,005 % y una factura fiscal de 13.000 millones de euros que Bruselas aún intenta cobrar. Los activos intangibles permiten planificaciones fiscales que harían palidecer a cualquier contable del siglo XX.
Las sedes migran con un clic; las jurisdicciones compiten en opacidad y descuentos fiscales. De ahí el tímido consenso global hacia un impuesto mínimo corporativo, impulsado por la OCDE y el G20: una fiscalidad sin territorio para empresas sin domicilio real.
Tres imperios, tres enfoques
La guerra por el control de lo intangible también es geopolítica. Tres modelos compiten por imponer su visión en la arena digital:
Estados Unidos: patria de las Big Tech, líder en inversión en intangibles y firme defensora de la desregulación como motor de innovación. Más Silicon Valley, menos intervención.
China: protege lo propio, subvenciona sectores estratégicos y busca autonomía en semiconductores y algoritmos. Alibaba, Tencent o ByteDance ya figuran entre los gigantes del capital inmaterial.
Unión Europea: sin campeones tecnológicos, ha optado por ser árbitro. El Reglamento General de Protección de Datos (GDPR), la Ley de Servicios Digitales y las multas a Google o Meta son ejemplos de cómo Bruselas convierte la regulación en política industrial.
Pero en este triángulo, ni la propiedad intelectual ni los datos obedecen a banderas. El resultado es un sistema desalineado, donde las reglas de competencia, fiscalidad y protección de datos dependen más del pasaporte que del modelo de negocio.
Midiendo lo invisible
La dificultad de gestionar esta nueva economía no reside solo en recaudar impuestos, sino en comprenderla. Tres ideas clave empiezan a ganar consenso internacional:
Nuevas métricas económicas. Si el PIB no mide la riqueza generada por datos, reputación o creatividad, quizá ha llegado el momento de redefinirlo. ¿Por qué una mina cuenta más que una base de usuarios?
Fiscalidad de destino. Gravar los beneficios donde se consumen los servicios digitales, no donde se registran. Es el principio detrás del impuesto global mínimo, pero su implementación aún está en construcción.
Auditorías algorítmicas. Si los algoritmos influyen en precios, acceso al crédito o visibilidad informativa, ¿por qué no exigirles transparencia? Europa ha abierto el camino con el GDPR, pero la rendición de cuentas sigue en fase beta.
Y queda un debate pendiente: si los datos personales generan beneficio económico, ¿deberían los ciudadanos tener derecho a una parte? Una economía que valora el engagement como antes valoraba el petróleo debería preguntarse quién es realmente el propietario del nuevo oro digital.
Lo intangible manda, y no tiene paciencia
El desfase entre economía y política no es nuevo, pero pocas veces ha sido tan rápido ni tan profundo. Hoy, los algoritmos ya toman decisiones económicas que los parlamentos ni siquiera comprenden. Mientras tanto, los impuestos no llegan, la competencia se distorsiona y las brechas digitales agrandan las sociales.
Adaptar las instituciones no es una opción idealista. Es una necesidad fiscal, económica y democrática.