Sólo existo para complacerlo. Mi felicidad más grande es hacerlo feliz. Todo mi ser sólo tiene razón de ser en su ser. «Te amo», me susurra lentamente al oído: «Teee aaamooo», repite, alargando y saboreando las vocales, como el deseo que a la vez nos agita y nos envuelve. Con la lengua, que introduce en mi oído, más bien parece que trata de empujar la resonancia, el significado y la fatalidad de esas dos inofensivas palabras hasta la profundidad de mi cerebro.
Y casi sin darme cuenta, ya tengo en mi boca su miembro endurecido por la pasión. Aspiro el aroma que me enciende de deseo, como un afrodisíaco infalible. Es un miembro digno de su virilidad, músculo casi en plena expresión. El ovalado espesor del glande me aterra, me enciende y hasta casi me refleja en una pulida brillantez que preludia su furor procreativo. Subo y bajo, aprisionando en mis labios aquel tallo a la vez feraz y feroz, que parece crecer y crecer sin mesura racional en mi boca enloquecida. Las manos de Israel me enmarañan los cabellos. Con la mano derecha le levanto los test¡culos henchidos y listos a estallar.
«No te vengas todav¡a, mi amor».
«Chal¡, Chal¡…»
«Piensa en el mar, las olas, las gaviotas», le digo, sac ndome su poderosa virilidad de la boca.
Tiene los ojos cerrados, como en un trance, mientras sostengo en mis manos aquel poderoso mosculo de la reproducci¢n.
«¥Qu’ ricura!», digo al ver y sentir aquella hermosa, palpitante y suculenta morcilla de amor.
«Es toda para ti».
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Vestido con un descolorido terno negro, que de seguro pertenec¡a a su obeso padrastro, ya que le quedaba siquiera tres veces m s grande, y descalzo como siempre, el loco del pueblo, Tobita, trat ndose de locura, no iba a dejarse superar por nadie, mucho menos por su archirrival, el Loco Machete. Dando raudos y decididos trancos, lleg¢ al altar mayor y, levantando un pu_o en se_al de victoria, vocifer¢:
«¥En tiempos de guerra todo hueco es trinchera!».
La nave del templo se electriz¢ con la descarga luminosa de un rayo. Pero Tobita, impert’rrito e irreverente, como de costumbre, al ver que todos lo miraban con ojos desorbitados por el desconcierto, volvi¢ a gritar:
«¥A la mujer por su hermosura y al hombre por su estrechura!».
Esta vez sus palabras recibieron la ovaci¢n de un trueno que, como la misma ira de Jehov , retumb¢ hasta en la m’dula de todos los presentes. Algunas mujeres y ni_os empezaron a llorar a gritos. Por unos momentos rein¢ la confusi¢n. No obstante, Tobita, haciendo toda clase de gestos obscenos, empez¢ a cantar destempladamente:
Que me lo me chupa,
que me lo jala,
que me lo soba,
que me lo besa….
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Sobitamente, un l¡quido, tibio y blanquecino, me impact¢ en el rostro en chorros furibundos. Uno de ellos me dio de lleno en la boca cuando apenas empezaba a dibujar el goloso «s¡, toda para m¡» que se ahog¢ en mi garganta. Sent¡a que me faltaba el aire. Creo fueron una media docena de eyaculaciones de lava ardiente que me ba_aron la frente, los p rpados, las mejillas, los labios, el ment¢n, el cuello, el pecho….
R¡os de ardiente esperma descend¡an por mi vientre ondulante. Me vi el ombligo anegado de semen como un lago donde conflu¡an el ¢bolo l¡quido de la pasi¢n y el sudor sacrificial de nuestros cuerpos.
«Me quieres ahogar», finjo un miedo que es satisfacci¢n. «Eres un cavern¡cola».
«Perd¢name. No pude aguantarme».
«¨Perdonarte? ¨Por qu’, mi cielo? No seas tontito».
«Te habr s quedado con el sabor en el paladar».
«Me encanta».
«+Otro chapuz¢n?».
«A ver qui’n llega primero al agua».
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Pero el inspirado Tobita no pudo terminar su desinhibida y vers til participaci¢n: Un grupo de hombres, con el sargento Pineda –vestido de civil– a la cabeza, lo apabullaron a golpes. Luego, a fuerza de puntapi’s y pu_etazos lo sacaron del sagrado recinto.
Sin embargo, entre coscorrones, empellones, truenos y rel mpagos, Tobita, el subversivo a muerte, semejando la voz que clamaba, esta vez ya no en el desierto sino bajo el inapelable chubasco, como pose¡do por mil legiones de furibundos demonios, se desga_itaba lanzando su m s escogido repertorio de indignados improperios:
«¥Todos ustedes, menos Chal¡, me pelan la verga, malparidos, hijos, nietos, biznietos y tataranietos de una grand¡sima ****!».
Pese a este desagradable incidente, el servicio de ese domingo dur¢ varias horas. Al final de la larga cola de participantes, nervioso e intimidado, ya que era la primera vez que pisaba el interior de una iglesia en m s de treinta a_os, un hombre de mediana edad, Malaca el lagartero, se acerc¢ al polpito.
Con expresi¢n vacilante, dijo saber por qu’ y a qu’ Chal¡ se iba. Discurri¢ en tono melanc¢lico diciendo que Chal¡ hab¡a llegado al tope de sus posibilidades y que, de quedarse en Anc¢n, terminar¡a como otro comon cantantucho de vez en vez contone ndose y cacareando sus consentidas canciones de amor, un lagartero m s que se morir¡a de frustraci¢n y de hast¡o al son de su guitarra… Y casi en un suspiro agreg¢:
«Yo soy un ejemplo viviente. Yo tambi’n fui joven, lleno de vida e ilusiones, como to. Hace casi cuarenta a_os cre¡a que con mi voz y mi guitarra conquistar¡a al mundo… Y aqu¡ me tienes, m s cansado, m s viejo y amargado. Aqu¡ sigo de viernes a viernes cantando las mismas viejas y tristes canciones… Anc¢n no tiene nada m s que ofrecerte, fuera de su inmensa admiraci¢n. Pero to no sacas nada con eso. Tienes que salir, y salir a tiempo… Haces muy bien en marcharte. S¡, deja que tus impulsos te lleven muy lejos. Vuela como un gavil n sin fronteras. No le temas a la vida… Quiero que sepas tambi’n que jam s te olvidaremos… Que todo te salga a pedir de boca… criatura hermosa…»
El mensaje de todos era homog’neo, aunque expresado en formas diferentes:
«Te admiramos».
«Te apreciamos».
«Te apoyamos».
«Te queremos».
«Te agradecemos».
«Te comprendemos».
«Que te vaya de lo mejor».
«Que tus sue_os se cumplan».
«Los gringos son medio taraditos, no te ser dif¡cil triunfar». (Dicho por el m s culto de todos.)
«Con tu incre¡ble belleza y supremo talento… llegar s muy lejos».
«Anc¢n jam s volver a ser Anc¢n sin ti. Se nos va lo mejor que tenemos».
«No te olvides de los pobres. Escribe. Manda fotos. No te dejes marear por los d¢lares. No nos vendr¡an mal unos cuantos…»
«Dios te guarde esa voz que tienes. Eres un ngel. Dios te libre de todo peligro. Dios te bendiga. Te extra_aremos. Nos har s falta».
«Yo no puedo decir, ante esta audiencia, lo que to significas para m¡. Que Dios me perdone, pero eres lo m s bac n que esta tierra ha producido».
Continuar …
Petronio Rafael Cevallos
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