No quisiera caer en la trampa de la filosofía barata, a la cual vamos a parar sin darnos cuenta muchos de mi generación, pero es que para mí las decepciones, los desengaños, las malas experiencias – fruto muchas veces de mis propios errores –, han sido más fuente de conocimiento y me han hecho madurar mucho más que los momentos llamémosles de gloria, de aciertos, de éxito, que también ha habido alguna que otra vez, ni que sean más bien pocas. Hay quien sostiene que todas las ideas son buenas, respetables, y que lo que las estropea son los hombres que se encargan de llevarlas a la práctica. De hecho no es así, no por lo menos la primera parte de la proposición.
Hay ideas que no se compadecen en absoluto con aquello que tiene que ser una sociedad de gente libre, progresiva y civilizada, y es precisamente su incompatibilidad con esta clase de sociedad lo que las hace indeseables. Incluso hay más de una y de dos que son formalmente homologables con esos parámetros que mencionaba, pero a las que su carácter de verdades manifiestas, en lugar de otro bastante más modesto de opiniones modificables, la hace susceptibles de propiciar que aniden en su interior mismo – acechando el momento de aparecer como principios inmutables –, formulaciones de la misma idea mucho menos civilizadas, donde se expresan barbaridades que están a la orden del día en forma de toda clase de crímenes contra la humanidad, empezando por los de pensamiento y continuando por cualesquiera otros. Si, encima, añadimos aquello de que somos los humanos quienes estropean incluso las cosas más nobles, entonces sí que estamos apañados.
Pero mi idea al iniciar este comentario no era hacer un análisis de las ideas en sí mismas, sino de su característica de ideales a los cuales consagrar esfuerzos para conseguir que se conviertan en realidades. Quien lo haya vivido seriamente, sabe de qué hablo. No se trata de aquellos que desde siempre han querido hacer de ello una palanca de promoción personal, en busca del lugar más adecuado, del mejor caldo de cultivo, para desarrollar y alcanzar su ambición personal, sino de quien se ha prestado “gratis et amore” a trabajar para la consecución de su particular idea de una sociedad mejor que aquella en la que vive. Aquellos que, para remachar el clavo, siempre que han hecho política ha sido pagando cuotas y no cobrando por cargos. No se trata de que las dos cosas no puedan confluir, pero en cualquier caso son los primeros aquellos que de alguna forma están fuera de sospecha, porque la mayoría de ellos lo han vivido desde la generosidad de espíritu, y es eso lo que les hace afortunados. Por mucho que las amargas realidades vengan a aguárselos, por más que a ratos decidan mandarlo todo a freír espárragos, convencidos temporalmente de la inutilidad de su esfuerzo – o de la futilidad de realizarlo para el exclusivo provecho de unos cuantos vividores, que también –, este “vicio” de origen que es la generosidad les hará volver una y otra vez a pensar que hace falta mejorar las cosas, separando, como decía más arriba, el grano de la paja, buscando nuevas fórmulas, matizando, modulando, afinando conceptos, creciendo mentalmente, madurando.
Quizás en definitiva de lo que se trata no es tanto de los ideales como del idealismo, o, más concretamente, de la gente que es idealista casi por naturaleza, aquella que, si hace falta, tiene muy bien asumido su yo individual como pieza de un colectivo más ancho que el propio ombligo. Ni siquiera es importante en qué ideal concreto han aplicado sus esfuerzos. Cualquier ideal es más bien frustrante, y es esta frustración la que, si se sabe aprovechar, deviene ciertamente fuente de experiencia de como son las cosas en la realidad, a ras del suelo. Entonces es cuando con el tiempo y una caña acaban teniendo criterio propio, muchas veces dotado de un cierto escepticismo cínico, pero sin dejar nunca de pensar en el hecho colectivo que había detrás de aquel ideal. Felicidades y que les dure. Son la sal de la tierra.
Jordi Portell