No volví a ver a Israel hasta las olimpiadas colegiales en el viejo estadio de Ancón. Había crecido mucho y era el ganador de la competencia de salto alto, por el Rubira, colegio donde estudiaba. Cuando lo vi, luego de las competencias, vestido a la americana, me pareció que se había vuelto uno de esos muchachos engreídos y extranjerizantes.
Es raro, y hasta injusto, pero su forma de vestir me predisponía en su contra. El Rubira, en ese lejano entonces, era el colegio de los æaniñadosÆ. Pero Israel no era otro aniñado más y, pese a su apariencia, no se las daba de gringo criollo. Yo, por mi parte, estudiaba en el Colegio Profesional, un excelente plantel donde se educaban los hijos de los empleados de la compañía inglesa que explotaba el petróleo en los campos de Ancón.
«La Profesional», como le decían a mi querido colegio, y el Rubira eran archirrivales. La Profesional era privado y mixto. El Rubira era privado, confesional y sólo para varones. Los rubireños nos superaban en fotbol, pero nosotros ‘ramos los l¡deres peninsulares en baloncesto. Otros dos colegios animaban los torneos estudiantiles, el Ord¢_ez de Santa Elena y el C’lleri de La Libertad, ambos mixtos y nacionales.
Lo primero que le o¡ decirme fue que la Profesional en fotbol no le ganaba al Rubira ni jugando reforzada con Pel’ y Spencer. Su pedanter¡a me caus¢ rabia. Pens’ incluso en mandarlo al infierno. Pero luego me dijo que se sacaba el sombrero ante los basqueteros de la Profesional. «Son lo mejor de la provincia», afirm¢. Y sent¡ que el pecho se me inflaba de orgullo.
Israel, en principio, daba la impresi¢n de ser un exc’ntrico, al que nada importaba la opini¢n de la gente. Sus padres hab¡an emigrado a los Estados Unidos. Vest¡a como un gringuito. Toda la ropa se la mandaban sus padres; andaba siempre con bluyines Lee y Levy leg¡timos y con zapatos de lona.
En el fondo, Israel era un muchacho tierno e inteligente, aunque muy rebelde. No s’; pero yo, a mi modo, tambi’n lo era. Ambos nos sab¡amos diferentes a los dem s. Y casi estoy convencida de que, en efecto, ‘ramos diferentes a los dem s. Lo cierto es que me enamor’ perdidamente de ‘l.
Sab¡amos que est bamos de antemano condenados a inmolarnos en el gran infierno de los pueblos chicos. Un infierno sin fin. Pero, como dec¡an los vagos de ese desaparecido Anc¢n, «no hay que darles bola a los clorof¡licos»; es decir, a los envidiosos.
A_os m s tarde, una canci¢n titulada «Sweet surrender» de John Denver, que yo cantar¡a traducida al espa_ol, ser¡a el lema de nuestra vida y el himno de nuestro amor:
Dulce, dulce entrega,
vive sin preocuparte,
como un pez en el agua,
como un p jaro en el aire…
Jorge Espinoza se afeita. Ha dormido bien, como de costumbre, el sue_o de los que, sin ser justos, nada temen de la justicia. Mientras se acicala, Garrotillo, un solter¢n elusivo y soterradamente afamado por raz¢n de sus enmascaradas inclinaciones sodomitas, se lava la cara, y dos o tres individuos –sin nombre, por supuesto– ocupan sus puestos, como an¢nimos emperadores sentados sobre sus tronos, encerrados en los water-closets del ba_o del Casino de Solteros, un edificio de dos plantas que aloja maestros y oficinistas.
Delia, su esposa, mientras tiende la cama, piensa exactamente lo mismo que piensa casi todas las ma_anas de estos oltimos meses: «Si tuvi’ramos nuestro lugar independiente, nuestro nidito de amor, nuestro huequito en la pared, nuestra madriguera, qu’ caramba, pero algo privado y no compartido como esto. Ya no aguanto el terrible olor a tabaco, a sudor y a pata sucia, especialmente en las noches calurosas. Y d¢nde dejo el malolor, mezcla de mar, mierda y petr¢leo, que me atosiga todo el tiempo. Cueste lo que cueste, he de irme a los Estados Unidos, aunque Jorge no me siga. Ya no soporto que me marginen y que hagan burla de mi acento serrano. Esto no es vida para m¡. No voy a esperar a que Jorge me ponga los cuernos con alguna cholitilla calz¢n flojo, si es que ya no lo ha hecho».
Quiero quedarme quieta sin estar todav¡a muerta. Me falta lo que una vez me sobr¢: la vida. No me importa nada m s. S¢lo aspiro a que los que me sobrevivan puedan llegar a ser y hacer lo que les d’ la regalada gana. Ojal que mis hijos putativos, mis verdaderos hijos, con lo que heredan de m¡, puedan salir adelante.
Por favor, es mucho honor existir, pero la gloria es vivir. Todo continoa en los pensamientos que me engendraron. Quiero desaparecer. Dos verbos, el primero conjugado, el segundo a conjugarse.
Y no faltar n los que sin falta dir n que lo que aqu¡ se escribe es literatura. Mi autor es tambi’n mi verdugo. Mi progenitor es tambi’n mi asesino involuntario. Pero no tengo el m s m¡nimo resentimiento contra ‘l. Que se solace solo en el nirvana de su invenci¢n. Que me d’ vida. Quiero un poco m s de la conjugaci¢n del Aire, la Tierra, el Fuego, el Agua que hasta este momento soy. Pero ‘l se tom¢ la libertad de hacerme a imagen y medida de una ilusi¢n. Aqu¡ en cada letra me persigue. Yo en cada letra lo persigo a ‘l.
Soy Chal¡ Fabiani. Estoy muri’ndome. A m¡ nadie me otorgar una placa o levantar un monumento. Pero pervivir’ aqu¡, bajo tus ojos. Cada vez que alguien lea estas l¡neas, revivir’. Como en este preciso instante en que me lees. Vuelvo a existir. Soy Chal¡ Fabiani: nacida y criada en Anc¢n. Triunfadora en los Estados Unidos. Artista de belleza y talento renombrados. Ente que nace, vive, muere y resucita aqu¡, letra a letra. Soy yo. Desaf¡o las leyes naturales. Me proclamo, una y otra vez, contra natura. Te invadir’. Me incrustar’ en tu psiquis. Ser’ por siempre parte de ti.
Continuar …
Petronio Rafael Cevallos
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