+ramos diecinueve y parecíamos guerrilleros. Pero todo lo que esperábamos era cazar liebres y, quizás, si nos acompañaba la suerte, algún venado. A media mañana llegamos a Olón, un pintoresco villorrio pesquero en la costa norte de la península de Santa Elena, cerca de la frontera con la provincia de Manabí. De inmediato nos ocupamos de levantar el campamento junto a la playa.
A eso del mediodía una delegación de olonenses llegó a saludarnos. Por medio de uno de nuestros compañeros, el Abuelo Vera, habíamos concertado un encuentro de fútbol contra la selección de Olón. El padre del Abuelo Vera era una especie de cacique del pueblo. El Abuelo Vera se jactaba de que su familia había sido la mandamás de toda esa zona –incluyendo Manglaralto, Montañita y por supuesto Olón– desde mucho antes de la llegada de los españoles. Los olonenses nos recibirían y tratarían –nos aseguraba el Abuelo– con honores de Estado y a cuerpo de rey.
En efecto, el partido era una cuestión de honor y de conveniencia. Despu’s del partido ser¡amos agasajados con cebiches, cervezas, se_oritas y baile en la casona comunal. As¡ que, luego de un refrescante chapuz¢n en el Pac¡fico, nos fuimos a la cancha de fotbol. Carranza y Borrero, quienes odiaban el fotbol, se quedaron a cargo del campamento.
La cancha era un atentado contra la vida. Estaba cubierta de arena, conchas y piedras. Una ca¡da en ella ser¡a una herida segura. «No ganaremos nunca en un terreno como ‘ste», exclam¢ un frustrado Llerena, nuestro improvisado director t’cnico.
Decidimos poner buena cara, y por lo menos no caer en ese suelo imposible. Nos dar¡amos por satisfechos si de aquel percance logr bamos salir sin mayores rasgu_os. Llerena nos imparti¢ las oltimas indicaciones. «Cuiden el bal¢n», nos instru¡a, «dosifiquen la energ¡a. No se maten de entrada. Pero sobre todo no se resbalen, porque ah¡ s¡ que se joden».
Antes de promediar los quince minutos, medio equipo sangraba de algon lado. El Cholo Mateo ten¡a dos sendos cortes, uno en la rodilla derecha y otro en la frente. Hubo que cambiarlo por el Gordo Becerra, un gigant¢n que pesaba sobre las doscientas libras.
A la media hora de juego, todo el mundo exhib¡a cortes y rasgu_os en alguna parte del cuerpo –los codos, las espinillas, las rodillas, los muslos, el rostro. Varios de mis compa_eros ped¡an a gritos ser substituidos. Yo ten¡a un corte en el antebrazo izquierdo. No obstante y pese a nuestra inmensa desventaja f¡sica, el primer tiempo termin¢ con el marcador en blanco.
Est bamos arrepentidos de haber acordado jugar en esas condiciones. Hab¡amos venido en busca de un paseo placentero, no de un castigo. Est bamos fundidos. El Gordo Becerra resollaba y resoplaba como una locomotora enloquecida. «Estos cholos callutas nos van a hacer papilla», rezong¢.
Efectivamente, nos sent¡amos como papilla reci’n molida. El terreno y los rudos pescadores que conformaban el equipo contrario no eran meras cosquillas. Llerena trataba de levantarnos el nimo: «Tienen que aguantar atr s, cuidando la pelota, no la rifen, h ganla rodar, triangulen, enfr¡en el partido», nos dec¡a, «los cholos tienen m s fuerza que ingenio, no sean cojudos y no se pongan a correr como ellos. Tranquilos, no se ofusquen. Quiero a todo el mundo atr s, con Ixo y Mackliff adelante: bosquenlos en el contragolpe. Sorprendan a los cholos que van tirarse con todo arriba. To, Chocota, eres el nexo entre la defensa y el ataque. Repito: No rifen la pelota. Si los punteros est n marcados, regr’senla, no abusen del pelotazo. Eviten el choque directo con los cholos, que ustedes llevan las de perder».
Para el segundo per¡odo tuvimos que jugar con diez. El Diablo Vieira no pod¡a m s y no hab¡a qui’n lo substituyera.
Reiniciado el juego, los cholos se nos vinieron encima como avalancha. Pasaron treinta minutos y s¢lo tocamos el bal¢n tres veces. Nos defend¡amos a capa y espada, como un gato panza arriba. Los olonenses estaban fuera de s¡, no pod¡an creer nuestra buena fortuna. El bal¢n se hab¡a estrellado seis veces en el travesa_o y cuatro en los parantes de nuestro marco, gracias al milagroso San Palo, el santo patrono de los guardametas.
Los cholos hab¡an desperdiciado m s de veinte clar¡simas oportunidades de gol. Llerena nos grit¢ desde un costado que s¢lo quedaban diez minutos para terminar el juego: «¥Aprieten bien el ortega que ya falta poco, maricas!», se desga_itaba corriendo de arriba abajo junto a la cancha.
Sobitamente –luego de una de las incontables ofensivas contrarias–, el Chocota Palacios sali¢ con pelota dominada. Corri¢ unos metros cruzando el c¡rculo central. Sigui¢ avanzando –ten¡a el campo libre– dentro del territorio enemigo. Lo acompa_ bamos dos: Mackliff por la derecha y yo por la izquierda. S¢lo quedaban dos defensas contrarios bloqueando el paso entre la porter¡a y nosotros. El resto de los olonenses hab¡a sido superado. Era un franco y sorpresivo contraataque.
El Chocota –mientras uno de los defensas sal¡a a su encuentro– segu¡a avanzando con el esf’rico pegado a los pies. A la altura de las dieciocho yardas, el Chocota amag¢ simulando pasar la redonda a Mackliff, quien estaba ya marcado por el otro defensa.
Entretanto, yo corr¡a libre de marca por el ala izquierda. El Chocota –haciendo una finta– gir¢ la cintura hacia la derecha y con la misma pierna sac¢ un pase a ras de suelo hacia la izquierda en mi direcci¢n. Los defensas quedaron pagando, lejos de la acci¢n.
Con la redonda en mis pies, corr¡ unos pasos dentro del rea. Vi al arquero salir, amenazador, agazap ndose, achicando el ngulo. Con el bot¡n izquierdo acomod’ la pelota para el puntillazo final.
Pude o¡r a Llerena y al resto de mis compa_eros que gritaban en un desesperado y ca¢tico coro: «¥Fus¡lalo! ¥Col¢cala! ¥Remata! ¥Revi’ntalo!».
Le pegu’ suave a una esquina del marco. Al mismo tiempo, los dos defensas ya estaban encima de m¡. Me vi caer en c mara lenta mientras la pelota ag¢nicamente atravesaba la meta contraria:
¥Goooooooooooooooooooooooooooooooool!
+Gol? No pod¡a creerlo. +Gol… m¡o? Aturdido, me incorpor’ del suelo. Ten¡a sangre en ambas rodillas, aunque no sent¡a dolor. El equipo entero me abraz¢, alborozado. Llerena me dijo que hab¡a estado seguro de que no iba a errar ese gol.
Los olonenses estaban m s aturdidos que yo. De ah¡ en adelante perdieron la brojula. Empezaron a utilizar el juego brusco y hasta desleal. Nosotros, por el contrario, nos tranquilizamos. Explot bamos la ofuscaci¢n de los olonenses.
Los oltimos minutos fueron nuestros. La arrugamos, la peinamos, la rotamos para mayor desesperaci¢n de nuestros adversarios. Llegamos a estar a punto de anotar otra vez.
Un par de minutos antes del final, un lamentable incidente vino a empa_ar el triunfo. Sent¡amos los efectos de una adrenalina desbocada. El Cabez¢n Ram¡rez se trenz¢ a golpes con un enfurecido olonense. Era evidente que el Cabez¢n estaba llevando la peor parte de los dos. Mientras algunos jugadores trataban de separarlos, un vapuleado Cabez¢n vociferaba:
«¥Qu¡tenme a este cholo de encima porque si no lo mato!».
Petronio Rafael Cevallos