Atilio hijo se peina, por enésima vez, el envaselinado cabello. Luego, se calza los guantes, se ajusta la chaqueta –ambas prendas de riguroso cuero negro–, monta en la Suzuki, acelera y el motor responde con un soberbio rugido de aprobación. Acto seguido, sale de estampida, dejando tras de sí una constelación de humo y polvareda.
Antes de llegar al sitio acordado, apaga el motor –no debe dejar que el ruido lo delate– y escabulle la motocicleta entre unos arbustos de chapucas y mortiños. Atilio junior, digno plantígrado que es, pisa firme, palpando voluptuosamente con los pies las plantas de las lustrosas botas de cuero negro; asegurándose de que está bien despierto y no soñando. Se quita los guantes y se frota las manos en un gesto de placer anticipado. Respira hondamente el aire fresco del tierno anochecer. Se alegra de estar vivo –completa, deliciosamente vivo–, y el solo y mecánico acto de respirar le produce oleadas de satisfacción infinita.
La vida es bella y al carajo con los libros, la poes¡a, la cultura y toda esa paja. Lo que se ha perdido mi padre. Cada loco con su tema. Con la lengua y con la pinta –que aon se gasta el viejo– debi¢ haber hecho marchar a media humanidad. Lobo viejo se mete a fraile. El veterano se hace el cojudo y el poeta, pero no me convence con sus leguleyadas de hombre sabio y medio santo. Cuando la verga se para, mi viejo, la poes¡a es un hueco que uno no tiene otra sino llenar.
Atilio chico camina r pidamente. Va casi trotando junto a la antigua l¡nea del tren. Ya lleva media erecci¢n, s¢lo de pensar en lo que le aguarda (nada menos que una mujer casada). Sigue, para calmar los nervios, silbando la misma canci¢n de moda.
Y si no acude a la cita. Rechucha, tremenda manuela que tengo que ejecutar. Pero, esperanzado, divisa una silueta femenina semicamuflada por las sombras. ¥Es ella! ¥Est all¡, esper ndolo en la oscuridad! El coraz¢n se le desboca y siente que los genitales van reventarle de anticipaci¢n. Atilio joven se regodea lleno de lujuria y homedo por el anticipado placer de la conquista.
Sin decirse palabra y cobijados por la noche, Atilio hijo y la mujer se deslizan en direcci¢n al celestino santuario que ofrece –«el matadero»– la quebrada que desciende adyacente al inmenso tanque de agua que domina el panorama del bochinchero barrio Guayaquil.
Me deslizo suavemente, combando la curva de asfalto corro¡do, antes de enfilar por la recta de la vega, f’rtil como un oasis, llamada La Delicia. Conduzco un auto alquilado. Me detengo a un costado del camino, cerca de un puente. La fronda de los tamarindos le da sombra al carretero. La casa del Peruano C’spedes se encuentra abandonada y cubierta de maleza. El Peruano ten¡a una hija que estudiaba en el S nchez Bruno de Ballenita. Era, en palabras de Wacho Padilla, «una hermosa morena velluda, con ojos m s negros que los caimitos que se daban a la orilla del r¡o que atravesaba al pie de La Delicia, propiedad de N’stor Tapia y de do_a Rosita…» Por estos parajes sol¡a ir en pos de nidos, cuando ni_o. Me acompa_aban Chal¡, David y tres o cuatro ni_os m s. Me bajo del autom¢vil. Estoy solo. El aire juega con la enramada y los cucubes me saludan con su burl¢n gorjeo:
«Cuco, cuco…»
Respondo respirando fuerte.
Todav¡a est n las tres o cuatro caba_as posadas sobre una loma cercana. Tengo doce a_os y porto dos pares de guantes de boxeo. Un padre de familia acepta mi desaf¡o para pelear con su hijo mayor de quince. El combate se efectoa en el cuarto que es toda la covacha. El cholito se defiende lo mejor que puede, hasta que su padre para la pelea. Si a duras penas comer¡an arroz con manteca. ¨Qui’n habitar ahora esas casitas de ca_abrava? ¨Qu’ le habr pasado a mi desnutrido contrincante?
Respondo respirando profundo.
Figueroa, cholito con la cara manchada de empeines; «Cara de Mapa» (y, a veces, «Cara Hecho Verga»), te dec¡an. Te acordar s de m¡, el blanquito ancone_o que te buscaba para «sacarte la chucha». No me sorprender¡a saber que eres abogado… de pobres, burropi’ de algon pol¡tico populista, «Defensor del Pueblo», profesor de escuela o colegio nacional, chofer de camioneta, marino mercante; de seguro, emigrado a Nueva York. Apuesto a que ni te imaginas que ando por tu terru_o, record ndote, indagando a las amapolas por tu paradero.
Te evoco en medio de esta campi_a: Yo, tu castigador exc’ntrico que buscaba nidos de picaflores. Yo, tu ancone_o que ven¡a a navegar sus botecitos de balsa en las albarradas del Tambo. Yo, tu boxeador que desafiaba a calzarse los guantes a los cholos maltoncitos del Tambo. Yo, tu «aventajado» descendiente de la Mujer Grandota, la que pari¢ gigantes ya desaparecidos.
Una vez en Anc¢n, pueblo o sue_o en ruinas, pido una p¡lsener helada en la tienda de Bartolo. Salgo al corredor de la tienda, con la cerveza enfri ndome la mano derecha. La calle principal se honra con la presencia de dos o tres perros vagabundos que la husmean y marcan de excremento y orina. Qui’n lo hubiera dicho, Chal¡ y yo nacimos y crecimos en este pueblo fantasma.
En el Anc¢n de ahora no hay mucho que ver, aunque sobran los recuerdos. A la hora de la verdad, esa hora tan elusiva que nos evita y evitamos, no hay nada en este sitio que contuvo tanto. La calle principal –no luce como una calle y no tiene nada de principal– es una obsoleta cinta de brea flanqueada por destartaladas y deste_idas casas. Antenas de televisi¢n alz ndose sobre los techos –como los dedos vidos, crispados y raqu¡ticos de una falsa esperanza. Uno que otro peat¢n camina, despacioso, con la t¡pica lentitud de los habitantes de los pueblos olvidados.
Miro el cielo y me acuerdo de que no tengo tiempo para describir las nubes que es como describir una brizna arrastrada por el viento que es como describir el viento –ese equis personaje– que es como describirme a m¡ mismo.
Se me han quitado las ganas de beberme la cerveza: La sent¡ amarga y caliente. Un tipo, viejo y arrugado, el rostro semioculto tras unos lentes de carey tan viejos como ‘l, me saluda.
«+Ya no te acuerdas de los pobres?», me increpa, exhibiendo una sonrisa desdentada. «Soy Armando, el t¡o de Sandy Navarro».
Fing¡ acordarme y fing¡ aon m s al darle un ‘efusivo’ abrazo. En mi vida lo hab¡a visto y Sandy nunca me lo hab¡a mencionado. Me dijo que estaba jubilado y que viv¡a solo. Com¡a en el comedor del Club Andes y antes de almorzar ven¡a al bar de Bartolo a tomarse una cerveza. Era un hombre afable y sencillo. Me convid¢ y me dio verg_enza decirle que no.
Es triste volver a ver los restos del pueblo donde se cobij¢ mi infancia. El espect culo de aburrimiento y abandono contrasta con el recuerdo de mi pasado vibrante de actividad y expectativas. Estoy ante el sedimento de la abulia y mezquindad que me reflejan. He vuelto, pero no tengo nada que ofrecer a este pueblo muerto de hast¡o. Estoy aqu¡, pero mi presencia poco o nada significa a los gallinazos, a los perros fam’licos y callejeros, y a los empecinados pobladores que, como almas en pena, merodean por los escombros de mi pueblo natal .
Luego de varias cervezas y de almorzar con el t¡o de Sandy, le ped¡ que me acompa_ara a la casa donde crec¡. La casa se hallaba casi en escombros. Estaba habitada por lo que parec¡a un batall¢n de cholitos, quienes, al vernos, se fueron corriendo a decirle a su madre que afuera hab¡a un «gringo» (+gringo yo?) que la buscaba. La mujer sali¢ a recibirnos llena de aprensi¢n y suspicacia. Le expliqu’ que all¡, en su casa, yo hab¡a vivido hasta los diecisiete a_os de edad. Pero ella me miraba con expresi¢n incr’dula. Le ped¡ permiso para entrar. Me lo concedi¢ como quien le da la raz¢n a un loco. Una de las ventanas del corredor todav¡a ten¡a el cart¢n prensado que yo mismo le hab¡a puesto para reemplazar el vidrio que, en mi infancia remota, se hab¡a hecho pedazos de uno de mis incontables pelotazos.
Hac¡a veinte a_os que me hab¡a largado de all¡, pero el lugar aon estaba repleto de recuerdos. El rbol de acacia, que plant’ hace un cuarto de siglo, todav¡a ostentaba en su tallo un coraz¢n atravesado por una flecha, marcado con las iniciales I y Ch. Las paredes, que desde entonces no hab¡an sido pintadas, aon conservaban los garabatos que marqu’ cuando ni_o. La puerta del que hab¡a sido mi dormitorio todav¡a exhib¡a los letreros que le hab¡a grabado cuando ten¡a diez a_os:
¥EMELEC CAMPE.N!
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GENIO TRABAJANDO
Continuar …
Petronio Rafael Cevallos
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