El problema es que quiere volver a Chile y asume que el mercado local no estará en condiciones de sacarle partido a sus sofisticadas habilidades. Quién pone la plata. ¿El huevo o la gallina? He ahí la cuestión. El Estado y los empresarios alegan que no invierten en investigación y desarrollo porque en Chile no hay científicos suficientemente preparados para generar nuevos conocimientos. Y los chilenos que dieron el salto y pasaron cuatro, cinco y hasta diez años de sus vidas en algún avanzado centro de estudios de Estados Unidos y Europa reclaman que acá nadie demanda sus habilidades y, por tanto, no vuelven. Como sea, aquellos que optaron por la ciencia al más alto nivel no tienen un retorno tan feliz como quisieran. Los niveles de empleabilidad son bajos, los recursos para investigar son escasos y el ambiente tiende a equilibrar hacia abajo. Tanto, que varios de los mejores cerebros locales optan por permanecer afuera y seguir desarrollando sus habilidades en universidades y transnacionales de alto vuelo. Sin ir más lejos, Alberto empezó a trabajar en el Robotics Engineering Center incluso antes de haber egresado y tiene en sus manos algunos proyectos que acá nadie le podría financiar. "Uno de los proyectos en el que estoy participando se llama Robotic All Terrain Surveyors y consiste en desarrollar un robot esférico, aproximadamente del tamaño de una pelota de fútbol, que tiene 12 piernas alrededor de su cuerpo que le permiten ser impulsado en casi cualquier dirección en todo momento". El proyecto es financiado por Boeing y algunas de sus posibles aplicaciones en un futuro son la ayuda para rescate en lugares de difícil acceso, defensa y exploración.
El proyecto lleva más de tres años en desarrollo y tiene un presupuesto anual de US$ 300 mil, que está a cargo de sólo dos científicos. Un trabajo de esta naturaleza sería muy difícil de financiar en Chile, principalmente porque no tiene ninguna utilidad inmediata y porque simplemente no hay fondos suficientes como para financiar algo así.
¿Cifras? Chile invierte sólo el 0,67% del PIB en investigación, muy por debajo del 2,25% de las naciones desarrolladas.
Aparte de la escasez de recursos, la institucionalidad tampoco ayuda: un estudio de la OCDE advierte sobre la duplicidad de funciones de órganos como Corfo y Conicyt (apuntan a lo mismo desde distintos planos) y sobre el carácter excesivamente academicista de los estudios que acá se realizan.
Del mismo modo, la cantidad de académicos con doctorado y capacidad de investigación es mínima para un país con un ingreso per cápita que se empina por sobre los US$ 12 mil: unas 2.600 personas en todo Chile, lo que representa apenas un investigador por cada 1.000 habitantes activos. Uno que volvió. Las posibilidades son pocas, pero comienzan a extenderse. óscar Solar (30 años) estudió ingeniería en Sistemas Moleculares en la Universidad de Wisconsin (Estados Unidos), volvió a Chile hace un año y, como pocos, logró insertarse como encargado de proyectos de Fundación Chile.
Y pese a que se siente un afortunado, reconoce que el panorama que espera a los científicos que vuelven a Chile es complejo: "Claramente, el mercado nacional no está preparado para recibir a profesionales altamente calificados en ciencias. Muy pocas empresas nacionales invierten en investigación y desarrollo. Viven el día a día y, cuando necesitan investigar, compran paquetes hechos afuera, llave en mano.
La mirada de Solar encuentra su correlato en las firmas de búsqueda de profesionales. El director de Boyden Chile, John Byrne, recuerda que, salvo un par de casos en el mundo de la minería, las firmas locales no demandan científicos: "Acá no hay investigación, ni los grandes laboratorios lo hacen. El panorama laboral es muy complicado en esas áreas del conocimiento".
Otro dato interesante es que las transnacionales que están en condiciones de invertir tienen sus centros de investigación en el exterior. Esto, a pesar de que investigar en Chile resultaría bastante barato en relación con los centros más avanzados, sobre todo si se consideran los bajos costos de la mano de obra.
La Fundación Chile, por ejemplo, desarrolla programas de extracción de biocompuestos (Omega Tres, por ejemplo) a niveles comparables con los del primer mundo y con presupuestos ridículamente bajos. Un programa a nivel nacional tiene un costo que difícilmente supera US$ 1 millón. "Allá se están haciendo proyectos de extracción de biocompuestos a partir de productos naturales, las típicas biomoleculas. Acá se están haciendo programas comparables de valorización de subproductos biológicos con los desechos de los salmones. Se extraen moléculas de alta calidad para fortalecer alimentos de consumo humano", dice Solar.
Finalmente, siempre está la posibilidad del camino propio: conocido es el caso de Bernardita Araya, doctora en biotecnología, de 29 años, que trabajó en el desarrollo de la técnica que detecta la proteína que produce el síndrome de las vacas locas en elementos quirúrgicos; fue premiada como la investigadora joven más prometedora por Hoffman La Roche y formó la empresa de nanotecnología Paramata, que investiga nuevos materiales para la industria aeroespacial.
La cantidad de académicos con doctorado y capacidad de investigación es mínima: unas 2.600 personas; esto es, un investigador por cada 1.000 habitantes activos.
