Lo cierto es que esa fijación suya de marcar una raya en rojo entre su vida privada y su vida oficial o esa manera de vivir como si fuera un alto funcionario público, la está perjudicando. Porque realmente para el público existen dos Letizias, y mientras la oficial resulta demasiado estirada, distante y ceremoniosa, la oficiosa se percibe como díscola, frívola y pasota. Dicen que en las distancias cortas cambia, pero una reina no debe trabajarse las distancias cortas, sino las largas. Esas que la separan del pueblo.
A la reina la vemos en los eventos oficiales como su fuera un autómata, de puntillas sobre sus tacones para ser la más alta en la foto y girándose sobre su propio cuerpo para no perder la postura. Su sonrisa ensayada no cambia ni un milímetro, su mentón es tan elevado que la imagen pasa de lo aristocrático a lo soberbio y sus ojos siguen a los gráficos como si de un halcón se tratara, en un dominio de lo cinematográfico que roza lo satírico. Es como la representación satírica de lo que es el comportamiento de la monarquía.
Cuando no la vemos, sino que la pillan, Letizia es otra. Una persona demasiado diferente de la representativa. Y aquí, creo, es donde se produce el entuerto. Me explico. Máxima es la misma con tacones, guantes y una pamela que con sandalias y vaqueros. Letizia, no. Mary se comporta de la misma manera posando con sus hijos que en un desfile de moda. Letizia, no.
No dudo de que en todos los sitios cuecen habas, pero es que en España tenemos dos reinas, más la emérita; y eso es demasiado. Quizás si aceptara que es la reina se comportaría como tal en todo momento; se comportaría con la naturalidad de una reina. Porque una reina también puede ir de copas, pero tiene que acostumbrarse a que, si lo es, la tratarán como tal. Es lo que tiene convertirse en la esposa de un rey.
Gema Castellano @GemaCastellano